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Tiempos que deberían ser mejores

Todo tiempo pasado no siempre fue mejor, como sentenció Ernesto Sábato

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Tiempos que deberían ser mejores

Con los años, el dique de contención de nostalgias flaquea y estas fluyen con la fuerza de esos tantos ríos que otrora regaban la geografía dominicana.  Todo tiempo pasado no siempre fue mejor, como sentenció Ernesto Sábato. Tampoco lo es el presente con vocación de futuro. Persiste una carga de aprensiones cuando confrontamos fechas, circunstancias y hechos en el ejercicio ineludible de determinar dónde estamos, si avanzamos o retrocedemos en la materialización de los sueños.

Los 30 de junio aparecían con especial singularidad en el calendario. Lo mismo servían para cerrar el año escolar que celebrar el Día del Maestro y recibir las notas que alegre o tristemente marcaban el desempeño académico. Sorpresas había pocas: de antemano se sabía quiénes repetirían porque los números en rojo en los exámenes parciales eran indicio inequívoco de que ocuparían el mismo pupitre en septiembre. Lo de regalar puntos, caras bonitas que arrollaban la templanza del educador y favoritismo por razones vaya usted a saber por qué, sumaban cero.

Quienes día tras día oficiaban frente al pizarrón, manos emblanquecidas por la tiza y el borrador, gozaban de bien ganada fama de severos. Nada tenían de improvisados, aunque el talante y las vestimentas delataban a veces esos rasgos rurales que prevalecían en la temprana segunda mitad del siglo pasado. Se imponía lo aldeano y todos nos conocíamos. Con el maestro no se jugaba. Inspiraba respeto, ocupaba sitio delantero en la comunidad y era despedido o trasladado si se apartaba de la raya. Sin la permisividad que ahora patrocina la entonces inexistente Asociación Dominicana de Profesores, los educadores iban o venían, ya como refuerzos o condenados por faltas probablemente leves. Concedo: la moralina imponía el despido en caso de concubinato o embarazo fuera del matrimonio.

Había que vestir las mejores galas el Día del Maestro, relajada la disciplina que dictaba el uniforme de color caqui, —pantalón falda y blusa—, que secretario de Educación alguno osó cambiar durante toda mi escolaridad, desde el primero de la primaria hasta el último año del bachillerato. Regalo en mano, con fervor similar a la celebración de los novenarios en honor a la patrona del villorrio, la Virgen de Altagracia por supuesto, nos acercábamos a la mujer o al hombre que nos había nutrido el intelecto durante meses y meses. Recuerdo a compañeros de curso llegar con una gallina bajo el brazo o huevos al cubierto de una bolsa de papel de estraza.

Éramos todos pobres en más de una dimensión sin saberlo, unos muchísimo más que otros. Esos primeros rudimentos de la educación formal aventajaban en calidad y seriedad a los que provee este sistema amparado en el cuatro por ciento del PIB. No somos la excepción que confirma la regla, tampoco se necesita de fórmulas arcanas para descifrar esta desgracia presente de analfabetos funcionales que salen a raudales de la escuela dominicana. La génesis del mal pasa necesariamente por el maestro, a muchos años de distancia temporal y de formación de aquellos que nos educaron. Sí, a nosotros, viejos y privilegiados que cada 30 de junio exaltábamos las virtudes de esos héroes, anónimos para el gran colectivo, pero nunca para quienes sus lecciones nos enriquecían y nos templaba el espíritu la disciplina que décadas después aún agradecemos.

Improvisación, ninguna. Libro de texto gratis, ninguno. Desayuno escolar, chocolate embotellado y a veces agusanado.  Empero, el maestro asentaba en lo que creo llamaban “cuaderno de bosquejo” lo que enseñaría en cada materia, y continuaba esa suerte de bitácora a lo largo del año escolar. Ejercicio inútil, de ninguna manera. Cada cierto tiempo, el inspector del distrito escolar correspondiente verificaba que el maestro cumplía con sus obligaciones. Las grandes expectativas se reservaban para la visita del superintendente, ese personaje que para mí pertenecía a la mitología y que, nos advertían, podía formular preguntas para determinar si se nos educaba bien. Y también observar desde atrás al maestro en plena tarea. Pues ese gran señor, por encima del personal docente, del director y de los inspectores, iba de aula en aula una o dos veces al año, con aire inquisitivo. De pronto interrogaba a un alumno sobre cualquier punto del programa de estudio. ¡Ay del director si la escuela marchaba mal, los maestros incumplían y el alumno interrogado disparataba!

Rigen otras reglas en el aula. La figura del maestro acusa un déficit de autoridad que no han podido remediar los salarios más elevados, las tabletas, los cambios de uniformes y de libros de texto, las tantas becas, cursos y cursillos para enseñar a enseñar. Esas noticias de violencia en el aula aumentan las preocupaciones ciudadanas y conducen a la conclusión de que vamos de mal en peor, de que urgen medidas radicales para salvar la escuela dominicana del desastre total. Es también salvar el país y facilitar una competencia cada vez más cuesta arriba en un mundo dominado por la tecnología y el conocimiento.

En mi escuela no se enseñaba a vivir en democracia. Trujillo, amo y señor. El final de mis días de educación primaria coincidió con esos grandes mítines en todas las cabeceras de provincia que antecedieron a la gesta del 30 de mayo de 1961 y en los que obligatoriamente desfilaban los estudiantes. El adoctrinamiento de la dictadura dejaba espacio para la enseñanza de la buena ciudadanía, filtrada libremente en una materia preterida y mucho menos practicada: Moral y Cívica. Resaltaba los valores patrios, el amor a la bandera, el respeto al vecino y a los bienes ajenos, la vida en convivencia pacífica, hábitos sanos y, sujeción estricta a la autoridad.

Francia ha vuelto a la enseñanza tradicional en cuestiones básicas como las matemáticas y el lenguaje. Se insiste con particular énfasis en la lectura comprensiva, pieza esencial en el rompecabezas de la educación. No podría ser de otro modo en la cuna de la duda cartesiana. La concentración y atención al detalle nunca sobran. Obligatoria la definición: “tiene por objetivo la interpretación y comprensión crítica de un texto, donde el lector es un ente activo en la lectura, entiende el mensaje, se hace preguntas, lo analiza y lo critica”. ¿Acaso hay otras metas de mayor envergadura en la educación?

En las pruebas académicas, la lectura comprensiva se medía casi siempre con trozos de fábulas, pasajes de El Quijote o de autores dominicanos. Luego de leer esos párrafos durante un tiempo medido escrupulosamente, venía el cuestionario. El temor surgía de la ansiedad por el corto tiempo para asimilar lo leído y por el grado de dificultad de las preguntas. Holgazán al fin, me valía de un truco. Si fábula, concentración en la moraleja. Si otro género, lectura lenta e inferir preguntas en cada línea.

 Tropezamos con una generación acrítica, incapaz de entender las preguntas más simples y de escuchar con la propiedad debida. Que inventa respuestas con tal de esconder su ignorancia sin caer en cuenta de que así publicitan su indigencia intelectual, su estulticia supina. Moraleja: desechar lo bueno siempre será malo.

(adecarod@aol.com)

Preguntas de lectura comprensiva:

¿Es el autor un viejo chocho, inadaptado e irremediablemente reñido con los tiempos gloriosos de la música urbana y el imperio de raperos, blogueros e influencers?¿Vale la pena prestar atención a quien habla de lectura cuando no hay papel sino plástico, la inteligencia artificial nos hace más artificiales y sobra la educación si se trata de ejercer la neurociencia y tener más diplomas en la pared que trofeos ganados las Reinas del Caribe?

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Toma una pausa en la diplomacia y vuelve a su profesión original en DL.