Doce años son nada
"Impacto del Tribunal Constitucional en la Democracia Dominicana"
El próximo diciembre se cumplen doce años desde la instauración del Tribunal Constitucional de la República, culminando así el mandato de la última porción de su matrícula fundadora. Así que, salvo sorpresas, se cerrará el año en curso con un hito: la primera renovación integral del órgano. No se trata de cualquier punto en la agenda del Consejo Nacional de la Magistratura. A su cargo queda renovar nada más y nada menos que cinco puestos, entre ellos la presidencia y los (as) correspondientes sustitutos (as), confirmándose así el primer traspaso de mando en el seno del máximo intérprete de la Constitución desde que comenzó su renovación gradual hace aproximadamente seis años. Será, en fin, la primera vez que entre los componentes del Tribunal no figurará uno solo de los jueces y juezas que lo fundaron.
La coyuntura tiene entonces su relieve, como también lo tuvo el momento en que quedó definitivamente perfilada la configuración del órgano. Y es que, a pesar del consenso final, su creación, en los específicos términos en que hoy se le regula, no estuvo exenta de polémica. La comunidad jurídica y política protagonizó un intenso debate con respecto a la decisión de erigir un cuerpo colegiado de jueces constitucionales. El tiempo y la historia, que normalmente ponen todo en su sitio –para bien o para mal—, acabarían por confirmar que el diseño de un órgano autárquico, plenamente independiente y autónomo, ubicado al margen del esquema clásico de poderes y dotado de competencias expansivas, era la opción más cónsona con la misión institucional y la razón existencial detrás del establecimiento de un Tribunal Constitucional en un paradigma como el dominicano.
Sería un error pasar por alto que la configuración del Tribunal supuso un cambio en el concepto de legitimidad y autoridad política que había primado desde el reencauzamiento de la democracia, hacia el último suspiro del siglo pasado. No es nada improbable, además, que el viraje conceptual y procedimental que entre nosotros ha supuesto la configuración de un esquema de control judicial fuerte, amén de la rigidez constitucional, venga a su vez explicado por las distorsiones que históricamente han atravesado nuestro sistema.
Los avances y retrocesos verificados en nuestra historia política prohijaron un sinnúmero de imperfecciones sobre el vínculo de representación popular que se presume en un sistema democrático. También se asentaron hábitos y tics políticos que por mucho tiempo favorecieron la desnaturalización y desestabilización de nuestro peculiar esquema, algunos de los cuales –cual yerba mala que nunca muere— siguen latentes hoy. Además, la dinámica de control sobre el poder parecía fuera de órbita: el desajuste en el sistema de frenos y contrapesos dejó muchas cosas por hacer y pulir y una caterva de espacios en blanco. Este cúmulo de variables dio paso a una cultura democrática cuestionable, una vida política pobre (en más de un sentido), un diseño institucional que parecía naturalmente inestable y un entorno social ideal para el cultivo de pulsiones polarizantes, tribalismo y confrontación. Visto en retrospectiva, nuestro cuadro político no daba señales de permitir el florecimiento de dinámicas netamente democráticas.
Para comprobar lo anterior, basta repensar, aun rápidamente, cómo llegamos hasta aquí. Al nacimiento fracturado de nuestro sistema republicano (por obra y gracia del dichoso artículo 210 de la Constitución de San Cristóbal) siguieron sucesivos episodios de pugna encarnizada por la autoridad, de lucha permanente por el control del gobierno, de guerra diabólica por el poder. Tanto así que no fue sino hasta entrado el último cuarto del siglo XX, tras años de dictadura y autoritarismo, que se dio el primer traspaso de poder de partido a partido. Tampoco fue aquel un paso culminante: a la conflictividad del proceso que le antecedió se sumarían sus réplicas mediatas e inmediatas, entre ellas un balazo en la casa de gobierno, una poblada sangrienta y una buena dosis de faccionalismo y represión. Luego, el viejo autoritarismo, aquel que debió ser vencido definitivamente por una nueva cultura democrática, regresó y se instaló por otros diez años. De no haber sido por el empuje de la expresión popular y el tesón de las figuras políticas y sociales más importantes de la década del noventa, no se habría producido la reforma que por décadas reclamó el régimen constitucional, ni el pacto nacional que canalizó el impulso democrático del momento, ni la transición que finalmente se dio justo antes de la inauguración del siglo XXI.
Con semejante legado a cuestas, resulta lógico que se superaran las reticencias iniciales en los debates constituyentes de 2010 y se integrara un órgano como el Tribunal Constitucional. De la misma manera, y a la vista de las disonancias e imperfecciones que persisten (laminando los frenos al poder y distorsionando los canales de interacción entre el poder político democráticamente configurado y el cuerpo electoral que lo legitima con su voto), a nadie puede sorprender que se insista en la consolidación del Tribunal como principal garante de la realización de la Constitución y los derechos fundamentales, así como de la integridad del proceso democrático y todas las variables que lo circundan. En realidad, la existencia de nuestro Tribunal, además de su propia raíz histórica, tiene también una indudable justificación contextual. Es la específica línea de tiempo y la singular cadena de eventos de nuestra historia política las que determinan la creación de esta jurisdicción constitucional.
La ocasión también es propicia para equilibrar cuentas y pasar revista. El balance es delicado, no por el desempeño institucional del órgano (que ha sido extraordinario, sobre todo por la función pedagógica y cultural que ha ejercido), sino por algunas decisiones puntuales de su variado bagaje jurisprudencial, particularmente espinosas y conflictivas –como por cierto suele ocurrir a estas Cortes— y que por ello han sido objeto de cuestionamientos diversos. Digamos que el catálogo decisorio del Tribunal ha generado escenarios heterogéneos. Ciertos pronunciamientos han levantado más de una ampolla en el plano social, al tocar algunas de las venas más sensibles del tejido común (como la cuestión migratoria o la medioambiental). En otros casos, las convicciones del Tribunal han abierto frentes sugerentes al poder político. Pero también se han tomado decisiones que han realzado el margen de realización de los derechos fundamentales, y ampliado los espacios de libertad, y frenado los excesos institucionales, y corregido el “no-hacer” de los poderes públicos. Tiene un mérito especial abocarse a todo ello sobre una masa social y política que aún lucha con los fantasmas del autoritarismo y un entorno institucional bisoño que todavía transita la etapa de pleno encaje y acoplamiento.
Con todo, no hace falta empeñarse y tomar partido en ejemplos específicos (aunque existan razones, de lado y lado) para constatar que el Tribunal ha inyectado a nuestro sistema distintos tipos de impulsos y una variada clase de descargas, muchas de ellas bondadosas. A la vista de ello, y dada la fotografía completa de nuestra realidad política, doce años de jurisdicción constitucional son nada. En década y pico de ejercicio, el Tribunal ha contribuido a que nuestro sistema político esté, hoy, más pulido que ayer. Parece poco, pero ha dado para mucho. Diez años y fracción: con tan corto recorrido, la jurisdicción constitucional ha colaborado a insertar entre nosotros nuevos paradigmas de actuación en defensa de la libertad, el equilibrio institucional y la afirmación de la supremacía constitucional.
Doce años, insisto, son nada. Atiéndase, en caso de duda, a los ejemplos vivos de otras democracias, igualmente imperfectas y tan o más agrietadas, en las que la justicia constitucional ha impulsado esquemas políticos más estables, sólidos y duraderos. A ello apunta entre nosotros; naturalmente, siempre que se evite la perversión del procedimiento para su renovación y se sortee el riesgo de contaminación de sus funciones. Sin ser ajeno a estos riesgos (y, en efecto, no lo es) este Tribunal, nuestro Tribunal, sin duda seguirá siendo una pieza clave en la configuración de un sistema democrático que vaya en línea con las decisiones políticas fundamentales que nos conciernen. Como lo ha sido hasta hoy.
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