Cultura, política, cultura política
La importancia de comprender la cultura política en los sistemas democráticos
No es nuevo el afán por descifrar la realidad política de una manera más acabada. De hecho, hace ya varios años que, a tal fin, una parte de la teoría política viene poniendo el foco en cuestiones no del todo atendidas de manera cotidiana. Entre ellas, por ejemplo, la variable cultural de los procesos políticos. Existe una amplísima literatura –rastreable al menos hasta los años sesenta del siglo pasado— sobre la profunda interconexión que existe entre cultura y política. El asunto ha recobrado su justo protagonismo en las últimas décadas, después de un breve paréntesis en el pasado reciente, ahora con especial énfasis en la cultura política propia de las democracias occidentales más antiguas. ¿La razón? Al parecer, la ratificación de aquello que todos intuimos pero que normalmente olvidamos: que la política, en verdad, es una noción culturalmente determinada.
Ocurre, no obstante, que abordar el concepto cultura política plantea el riesgo de no decir nada y, a la vez, hablar de todo. Para rescatar su capacidad explicativa, la teoría se ha empeñado en desmenuzar sus premisas y examinar sus coordenadas filosóficas, pretendiendo con ello dotarle de algún contenido útil. Este esfuerzo tiene su raíz en la comprobación de que el ocultismo teórico es un privilegio excesivamente caro cuando se trata de regímenes democráticos tan dinámicos (y a veces convulsos) como los que a la fecha se registran a lo largo y ancho del espacio latinoamericano. Digamos entonces que, digresiones teóricas al margen, hablar hoy sobre cultura política, si bien puede implicar un montón de fórmulas y sacramentos, en esencia supone aludir a la dialéctica entre las dos grandes facetas de la política moderna: la dimensión discursiva o simbólica, constituida por los sistemas representacionales y valóricos, signos lingüísticos y prácticas discursivas que intervienen en los procesos de reproducción política; y una dimensión práctica o performativa, conformada por las prácticas de poder, modos de socialización y dinámicas relacionales que entablan los sujetos participantes en un proceso político.
A partir de aquí, por cultura política se entiende a la sombrilla que acoge las creencias, convicciones, símbolos, discursos, prácticas (de lenguaje y de poder) y mecanismos (superficiales y de fondo, manifiestos e implícitos) que marcan el ritmo comunicativo y actitudinal de una comunidad identificable, coherente y con vocación de permanencia, políticamente organizada y dotada de un imaginario común y cosmovisiones más o menos compartidas. No se trata, por tanto, de simples gustos u orientaciones en abstracto; se alude más bien a los códigos culturales de una política singular, es decir, al ámbito específicamente político del ecosistema cultural de una comunidad en concreto. Todo ello –por cierto— sin dejar de lado las específicas condiciones (sociales, económicas, folclóricas) en que se despliegan los procesos políticos e institucionales.
Es interesante solamente apuntar que existe alguna diferencia entre cultura política, ideología e imaginarios sociales. De una parte, la distinción entre cultura política e ideología radica sobre todo en la dimensión de cada concepto: la primera hace referencia a los entramados culturales del ejercicio político e institucional en una comunidad reconocible, organizada y de algún modo perdurable; la segunda, en cambio, se circunscribe a las convicciones, idearios y argumentarios de grupos o sujetos específicos, más o menos dispersos pero identificables por sus tendencias o posicionamientos ideológicos compartidos. Los imaginarios sociales serían, de otra parte, el marco filosófico general a partir del cual los individuos y grupos construyen sus respectivas racionalidades y planes de vida, esto es, los marcos sobre los cuales codifican su entorno sociocultural y los modos y entramados simbólicos y lingüísticos que tipifican sus interacciones recíprocas. Así, los imaginarios sociales serían para la cultura política lo que la capa de preparación es para el lienzo: la base (filosófica y sociológica) sobre la cual discurren la política y su bagaje cultural.
No resulta demasiado osado pensar que si el estudio de los códigos culturales de la política (¿o de los códigos políticos de la cultura?) es relevante en democracias asentadas, también ha de serlo para sistemas más o menos bisoños. Máxime si en estos se da una intensa actividad partidaria, canalizándose a través de ella la mayor parte del quehacer político. Por decirlo llanamente, en democracias jóvenes afincadas en sistemas de partidos fuertes (por protagónicos), plurales y dinámicos, resulta fundamental atender a las pulsiones culturales de la actividad política. La razón, creo, se deriva de la propia definición del concepto: de él se desprende –entre muchas otras cosas— la pertinencia de abordar la realidad política en un marco más amplio que el que ofrece el panorama estrictamente discursivo, en sí mismo relevante pero solo parcialmente explicativo de lo que acontece en el plano político.
Se trata, en definitiva, de trazar una ruta propicia hacia un entendimiento más integral de la realidad política. Me parece que esto es particularmente relevante en el contexto dominicano, que se muestra a veces indescifrable y que –como otros paradigmas contemporáneos— se articula de forma compleja en un contexto plural y heterogéneo, que surfea por estas fechas, como buenamente puede, entre cierta sobrecarga discursiva y una más que evidente saturación informativa. En corto: se dice mucho en política y, por ello, nuestra atención gira intuitivamente hacia lo discursivo, olvidando a veces que se vive en democracia no solo por lo que se expresa, sino también por cómo se piensa y actúa. Y esto, a su vez, viene poderosamente alimentado por nuestro singular archivo cultural.
Así que tiene toda la pinta de que, efectivamente, se apunta hacia algo útil. El acervo que subyace a la política dice algo sobre el estado de la democracia. A través de él, es posible identificar, por ejemplo, la orientación ideológica genuina del gobierno, o los pulsos e impulsos que mueven a nuestros representantes. Se puede, también, examinar la salud de nuestro Estado de Derecho o la integridad del sistema electoral (lo cual, por ejemplo, exige una reflexión de mayor envergadura por cuanto obliga a prestar atención a la cultura de la legalidad que se reproduce en el seno mismo de la cultura política). Todo ello es de difícil comprensión si nos estancamos en el discurso. Así que atendamos también al inventario subyacente al sistema, al repertorio cultural que guía nuestra particular forma de hacer política, a los mecanismos de fondo que la alimentan, que la estimulan. Seguramente con ello obtendremos una representación más fiel de hacia dónde vamos y por qué. Al fin y al cabo, los pasos más decisivos, sobre todo en la vida pública, suelen darse de mejor manera cuando se tiene una fotografía completa de lo que hay.
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