Paul Auster, amor y tragedia
Del existencialismo de Auster al corazón de la literatura
Comencé a leer a Paul Auster quizá de forma tardía. Mi amiga, Soledad Álvarez, estaba casi fanatizada con su obra y, aunque al principio no le hice mucho caso, en algún momento decidí abordar a su autor preferido. Entre lectores casi absurdistas, sobre todo por el temperamento abierto a los hallazgos y a las revelaciones, se suelen intercambiar nombres y letras que impactan. Sucede, empero, que no todas las lecturas contabilizan igual en unos y en otros. Y llega un momento existencial en que uno lo que desea es encontrar una lectura que, sobre todas las cosas, por lo menos lo deje indemne y, en cualquier caso, que lo encalabrine, que lo inspire, si es posible que lo deje sin habla, pero nunca que lo desvanezca, que le cause sopor, que lo encamine hacia la insulsez. Y por eso, y por las tantas lecturas pendientes que nunca habrán de abordarse, uno duda, calla y posterga.
Casi siempre tengo claro cuando comencé a leer a un autor que terminó generando fascinación o de quien se guarda, tal vez para siempre, recuerdos gratos. A Paul Auster lo comencé a leer en un día de verano en Jarabacoa, adonde llegué acompañado de otros dos libros, por si acaso no me cuadraba el escritor neoyorquino, nacido en New Jersey. Lo primero que leí suyo fue “Diario de Invierno”. Un tanto paradójico, tal vez, porque de lo que Soledad me había hablado, con la insistencia que le caracteriza, era de sus novelas. No me arrepiento. Soy un fan de las memorias y de eso se trataba el primer libro de este autor que caía en mis manos. No me arrepentí, repito, ni antes ni ahora. En el hondón de ese autorretrato suyo está el fondo, y tal vez también la forma, de su obra narrativa. “Diario de invierno” exhibía al tipo de escritor que estaría obligado desde entonces a conocer, pues este ensayo memorioso, apenas el segundo suyo después de “La invención de la soledad”, como supe más tarde, desplegaba los aspectos esenciales que todo lector quisiera saber de quien podría convertirse en uno de sus autores preferidos: sus orígenes, los sucesos familiares, sus padecimientos vivenciales, los dramas y tragedias, la forma de sus juegos con las cartas de la vida.
Fue el descubrimiento de una lectura diferente, de un escritor que no obedecía las reglas conocidas, que iba al vuelo de su propio viento, que se reinventaba en cada página y que mostraba a su lector primerizo la íntegra mirada de su imaginación. A partir de sus ensayos, o a causa de ellos, quiso buscar en sus novelas su propia identidad, los valores y antivalores de su existencia, la terca obstinación de develar el embalaje con el que vino a la vida. En ese tono, el existencialismo fue su norma. No el sartreano, sino el austeriano, el propio, el singularmente propio.
Extrañamente, salté de ahí a la que supe luego era su décima novela, “El libro de las ilusiones”, que los críticos calificaron entonces de su mejor libro. Entrecruzamiento entre ficción y realidad. Historia inquietante que terminó por desabrocharme el último botón de mi camisa para dejar que la fresca intuición del genio entrase sin tropiezos en mi piel, como el trueno de una tempestad, como la posesión de una deidad, como la filiación a una noción del pensamiento y la creación.
Nunca podré leer completo a Paul Auster, que comenzó siendo poeta, pasó a ser ensayista, luego se impuso con su amplia novelística, se enamoró de las autobiografías, contando su vida de forma episódica y convirtiéndola en puras narraciones por donde se colaban las fórmulas del narrador. Y además, escribió teatro y se hizo guionista y director de cine. Tiene un solo relato: “El cuento de Navidad de Auggie Wren”, a lo mejor para alegrar la vida y la ilusión de un hijo o de un sobrino. Como Yahveh al completar la obra de la creación, lo hizo todo y lo hizo bien.
Cuando le detectaron el cáncer de pulmón que lo llevaría a la tumba en poco tiempo, emprendió la escritura de su último libro, regresando a la novela, el género donde esculpió sus grandes hazañas literarias, que había dejado en suspenso desde hacía seis años. Con la enfermedad terminando con su vida, escribió “Baumgartner”, un gran final para un autor que describe, con la misma maestría de sus años de esplendor, la derrota existencial, pero sin mostrar dolor, ni pena ni miedo. La función intelectual caminaba confusa y la incapacidad de expresar pensamientos le atormentaba, en boca del protagonista, buscando explicación al encierro que se sufre aquí, “desde el nacimiento hasta el día de su muerte”. La poesía, por donde todo comenzó; la memoria viva que le persiguió siempre en sus oscilaciones y fatuidades; la crítica a su sociedad y al mundo desbocado, con líderes vulnerables; el espacio literario norteamericano; los vacíos del vivir; su particular teoría sobre la vida después de la vida; el azar y sus cuevas, la tragedia familiar: su hijo Daniel, adicto a las drogas, se suicidó después de matar accidentalmente a su hija de diez meses.
Todo Paul Auster recreado en S.T. Baumgartner, el personaje central de su novela casi póstuma, “célebre autor de nueve libros y numerosas obras breves sobre cuestiones filosóficas, estéticas y políticas”. El relato del valor de la escritura y del oficio de escritor. La despedida de un maestro.
Desde “La Trilogía de Nueva York”, hasta “Baumgartner”, habían transcurrido treinta y ocho años de labor incesante, convincente y obsesionada con la novela. Y con la novela con que dijo adiós logró exponer el valor inigualable del amor, la importancia de dar, de estar preparado para no recibir nada a cambio, de vivir sujeto a los fueros del azar y de saber valorar todo cuanto hemos podido obtener durante nuestra vida. “Vivir es sentir dolor, dijo para sí, y vivir con miedo al dolor es negarse a vivir”, afirmaba Baumgartner. Fue la sentencia del escritor que esperaba ya el desenlace en su vida.
Un dato relevante. Paul Auster fue un defensor frontal de la democracia. Creía en la libertad humana y en las posibilidades múltiples que ofrece el ejercicio democrático. Por eso, nunca quiso visitar países gobernados por líderes y sistemas autoritarios, entre ellos China, protestando de forma permanente por los periodistas y escritores encarcelados por ser simples disidentes, y Turquía, donde se negó a ir cuando presentaron allí la traducción de su “Diario de invierno”. Por cierto, fue uno de los más activos opositores de Donald Trump.
Si hoy escribo de este gran escritor, y no hace siete meses atrás, es porque siempre tuve la necesidad de hacerlo, pero nunca encontré tiempo para ello, casi lo mismo que me sucedió cuando decidí abordar su escritura por primera vez y convertirme en otro de sus seguidores que, alguna vez, a lo mejor, quiso ser Paul Auster.
Paul Auster murió el 30 de abril pasado, a los 77 años de edad, casi dos años después de que su esposa, la célebre escritora Siri Hustvedt, nacida en Minnesota, de padres noruegos, informara sobre el diagnóstico de cáncer de pulmón del afamado autor.
- Diario de invierno
Paul Auster, Círculo de Lectores, 2012, 236 págs. “Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto. Has entrado en el invierno de tu vida”. Así concluye este libro de memorias que nada tiene que envidiar a la más imaginativa de sus novelas.
- Baumgartner
Paul Auster, Seix Barral, 2023, 261 págs. Casi la novela póstuma del autor, quien fallecería meses más tarde. Un profesor de Filosofía absorto en su dolor por la muerte de su gran amor. Una obsesión que “maravilla y electriza”, conforme Financial Times.
- Yo quisiera ser Paul Auster
Selección de ensayos, Leonardo Padura, Editorial Verbum, 2019, 290 págs. “Desearía ser Paul Auster, sobre todo, para que cuando fuese entrevistado, los periodistas me preguntasen lo que los periodistas suelen preguntarles a los escritores como Paul Auster y casi nunca me preguntan a mí”.
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