“El derrumbe”, cuento de Martín Paulino
En cuanto sus fuerzas físicas se lo permitieron, Josefa Muñoz se constituyó en la soberana de los quehaceres domésticos de su casa. Consentía las colaboraciones de la madre y la hermana, aunque decía que solo ella podía hacer las cosas como era debido. Por más esfuerzos que hacían los demás miembros de la familia, no impedían que Josefa siguiera ejerciendo sus dominios en el planchado, el barrido del patio, el despolvado, el lavado de la ropa, de los pisos, de las paredes y los platos. En la escuela la consintieron hasta el día en que los profesores arribaron a la conclusión de que era imposible que ella pudiera asimilar los contenidos didácticos, y que su única preocupación eran la higiene de su aula y de la escuela en general.
Cuando Josefa cumplió doce años, sus padres, preocupados porque entendían que la menudencia física de la muchacha no solo se debía a su negativa a alimentarse como era debido, sino, además, a sus tantos afanes domésticos, la llevaron al psicólogo. Después de algunas preguntas aéreas y de unas observaciones superficiales a los rasgos físicos de la adolescente, el profesional aseveró que lo de su incapacidad de aprendizaje era algo irreversible, pero que lo relativo a su obsesión por el orden y la limpieza era asunto transitorio, que probablemente antes de que concluyera su adolescencia dicha alteración conductual se ubicaría en grados normales. Concluida la referida etapa, no se produjo el cambio en la jovencita.
A pesar de sus manías incorregibles Josefa encontró novio, y poco después, sin previa ceremonia matrimonial, se marchó con su hombre, flotando en el encanto de que tendría su propia casa, la cual, decía, convertiría en un recinto mágico, en una “cajita de cristal”. Su familia dio fervorosamente gracias al Altísimo por haberle enviado al bienhechor que cargó con aquella calamidad, e igualmente pidió al Todopoderoso que no permitiera que regresara aquel tormento.
XXX
Aunque pensó que la mujer no llegaría a tales extremos, al momento de estar frente al hecho consumado, Antolín De Aza sintió un leve estremecimiento libertario. Se preguntó por qué no había devuelto a Josefa desde el momento en que supo que aquello terminaría muy mal, que la obsesión de ella con la limpieza era una enfermedad incurable. Sí, porque Josefa apenas dormía o comía, pendiente de un plato sucio, de un poco de polvo sobre la mesa del comedor o la mesita de noche, o sobre el gavetero, o en los cristales de la vitrina y el espejo; o porque la hierba del patio crecía muy rápido. Se preguntaba por qué no había devuelto a la mujer antes de que engendraran a la niña, a la que ella estuvo a punto de dejar morir recién nacida porque la higiene y la organización de la casa le importaban más que el cuidado de la hija.
Cuando la niña alcanzó la edad suficiente para ayudar a la madre en los oficios del hogar, esta no permitió que la asistiera en lo más mínimo con su invencible fardo doméstico, que después, cuando estés más grandecita, que luego no rindes en la escuela y después dices que fracasaste en los exámenes porque te esclavicé con estos malditos quehaceres sin fin.
Viendo el desmejoramiento físico y mental de Josefa, y preocupado porque la hija pudiera quedar huérfana, Antolín, venciendo las tercas negativas de la mujer, la arrastró hasta el consultorio del médico del pueblo, quien, después de un brevísimo examen, sentenció que si Josefa no descansaba y se alimentaba como era debido enfermería fatalmente, pero ella botó la medicina que el marido le compró y no tomó en cuenta las otras prescripciones médicas, a las que llamó estúpidas. Decía que no era cierto, que aquel médico era un mentiroso y un busca pesos, que se sentía saludable y que no era verdad que ella, Josefa Muñoz, permitiría que se pudrieran como basura dentro de la casa. Y todavía cuando la diagnosticaron tísica, siguió al mismo ritmo, como si aquello no fuese con ella.
Cuando quedó postrada sin remedio, no le preocupó la posible orfandad de la hija y la viudez del marido. Solo la atormentaba el hecho de no poder limpiar y ordenar la casa, y el tener que soportar que su hija empezara a sustituirla en lo que antes había reinado de forma soberana.
La jovencita, que había cumplido doce años, se desempeñaba de manera ejemplar en lo relativo a los quehaceres domésticos, pero la madre, derrotada sobre la cama o sobre una mecedora, maldecía a granel, “esta muchacha no sirve para nada, quien se case contigo se jodió, con esa falta de higiene no va a poder retener a ningún hombre, ya si es verdad que nos van a sepultar la basura y la podredumbre, al menos que Dios no meta su mano y me devuelva la salud”.
Las fuerzas la fueron abandonando, al punto que solo podía mover la cabeza y algunas de sus extremidades. Antolín y su hija no entenderían de dónde había sacado fuerza la enferma para incorporarse de la cama y procurarse la cuerda que ató a la viga y a su cuello con tanta precisión. Y cómo ella, que apenas había aprendido a deletrear su nombre, logró escribir antes la nota con tanta precisión: “Me voy, antes de que la casa se derrumbe”.