Nueve segundos
Como hablantes, responsables del cuidado, del enriquecimiento y de la transmisión de nuestra lengua materna, ¿qué hacemos por ella? ¿Nos preocupamos por ser buenos hablantes, por conocerla mejor, por usarla mejor?
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Muchos han sido los ofendidos con las declaraciones del director de cine francés Jacques Audiard acerca de la lengua española. Las redes sociales han actuado como una caja de resonancia tanto de las declaraciones, que no nos han llegado íntegras, como de las reacciones y la controversia que han provocado.
«El español es una lengua de países emergentes, una lengua de países modestos, de pobres, de migrantes…». Nueve segundos, un puñado de palabras, un torrente de indignación.
Nada me atrevo a decir de la película Emilia Pérez, porque no la he visto aún y porque, cuando opino públicamente, me gusta hacerlo de materias que conozco y a las que creo que puedo aportar algo constructivo. No es mi caso con el cine.
Tampoco opinaré del autor de las declaraciones; sería injusto hacerlo cuando no las conocemos en su integridad y podrían estar editadas o sacadas de contexto.
En cambio, me parece interesante tomarlas como excusa para reflexionar sobre nuestra lengua, sobre la imagen que tienen de ella los que no son hablantes de español e, infinitamente más importante, sobre la imagen que de ella nos hacemos los que la tenemos como lengua materna.
Escuchar un país
«El español es una lengua de países emergentes, una lengua de países modestos, de pobres, de migrantes…». Nada hay en estas declaraciones que no sea verdad; pero esa verdad no está completa. Y probablemente es una verdad que puede aplicarse a una que otra lengua en el mundo.
Sin embargo, la reflexión no debe quedarse en el nivel de patio de escuela; de nada sirve la respuesta del «y tú más» referida, por ejemplo, al francés, aunque no esté falta de razón. Nada hay en estas declaraciones de ofensivo.
No hay ofensa en ser considerado un país emergente o modesto ni en ser pobre o migrante. Todo eso somos.
Pero también somos mucho más, muchísimo más que eso. Desconocerlo no es pecado. El pecado está en emitir opiniones públicas sobre lo que no sabemos desde una posición parcial y un poco nariz parada, si me permiten el recurso al patio.
Siempre hay oportunidad para aprender de otras culturas, de otras realidades, para profundizar en ellas.
Especialmente cuando dejamos de mirarnos el ombligo, levantamos la cabeza y nos atrevemos a mirar un poco más allá de nuestra parcela de realidad, por sobrevalorada que esté.
No me malinterpreten, no se trata de comparar lenguas; no como una competencia en la que resultarán vencedoras o vencidas, sino como una valoración de cada una de ellas en su justa medida. Siempre hemos oído decir que no sabemos apreciar suficientemente lo que tenemos.
Y suele ser cierto cuando nos referimos a uno de nuestros mayores patrimonios culturales, afectivos, humanos, al fin y al cabo: el español. Quizás el error está en que no nos enseñan a valorarlo y, en consecuencia, difícilmente vamos a proyectar esa autoestima cultural ante los demás.
Claro está, si vienen de fuera a opinar sobre lo nuestro, nos ponemos en guardia y contraatacamos. Si nos puyan, saltamos. Si nos mientan a la mai, hay que sujetarnos. Si nos mientan a nuestra lengua materna, reaccionamos airados.
Pero, como hablantes, responsables del cuidado, del enriquecimiento y de la transmisión de nuestra lengua materna, ¿qué hacemos por ella? ¿Nos preocupamos por ser buenos hablantes, por conocerla mejor, por usarla mejor?