El asilo
Están tan solos los envejecientes... Una pena que al llegar al final de sus vidas algunos ni siquiera tengan la dicha de morir rodeados de los suyos
Cuando llegué al lugar me sobrecogió al ver tantos ancianos reunidos, algunos deambulando sin rumbo fijo, otros sentados en mecedoras sin hablar. Me llamo la atención uno de ellos que cada rato se ponía en pie y caminaba hacia la puerta y luego se devolvía.
En el tiempo que estuve visitando, cinco o seis veces hacía el mismo movimiento y luego regresaba muy serio con la mirada perdida.
La monjita que me atendía notó mi curiosidad ante la actitud del envejeciente.
-Es don Enrique -me informó-, así se pasa todo el día.
-En el tiempo que hemos estado aquí conversando se ha parado varías veces. Curioso, ¿verdad?
-Es un caso triste, lo trajeron una mañana sus hijos porque estaba enfermo y no lo podían atender. Una familia de escasos recursos y todos trabajando y con familia, al viejito lo dejaban solo en la casa y se enfermaba constantemente. Cuando lo dejaron venían a verlo dos veces al mes, ya ni dos veces al año. Don Enrique se pasa el día caminando hacia la puerta para recibir a sus hijos que nunca llegan, así como él hay muchos que ni siquiera cuando mueren se ocupan de venir.
Guardé silencio, una tristeza profunda atravesó mi corazón. Le pedí permiso a la religiosa y me le acerqué al anciano; me dijeron que rozaba los 90 en ese tiempo, solo 15 más que yo.
Vestido modestamente con unas chancletas que parece usaban todos, limpio, una barba incipiente (luego me enteré de que exige que lo afeiten una vez a la semana), apenas habla y cuando lo hace habla de sus hijos e inventa que vienen cada domingo a visitarlo y que hasta una que otra vez han llegado con sus nietos, que son tres, pero que nadie ha visto nunca.
-Él -me comunica mi anfitriona- se ha inventado una familia en ausencia de la que no tiene, lo hemos sorprendido conversando solo y algunos días grita en voz alta el nombre de sus dos hijos y hasta los corrige de alguna travesura imaginaria.
Siento su mirada penetrante, soy muy viejo para ser su hijo, pero creo que me sonríe, quizás me confunda con algún hermano o vecino, mueve los labios, pero no entiendo lo que dice, e inicia una larga conversación que no puedo seguir; me atrevo y le pongo la mano en el hombro, no se inmuta, siente mi amistad.
Están tan solos los envejecientes, ¡tan solos! Una pena que al llegar al final de sus vidas algunos ni siquiera tengan la dicha de morir rodeados de los suyos.
No hago comentarios, ¡es tan sola la soledad!, me digo para mis adentros. ¡Si supieran los jóvenes la necesidad tan grande que tenemos de una simple compañía!
Me fui del asilo con una sensación extraña que no puedo explicar. Hay que morirse joven y a mí ya se me pasó el tiempo.