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Elegía para mi padre Lucas Vicens Bello

Cuando tenía 14 años murió nuestra adorada tía Tín. Mi primera reacción fue escribirle una carta, nadie me lo pidió, nació en mí. La compartí contigo papi y el día del entierro tú me agarraste de la mano y me abriste un espacio para que todos escucharan, lo que yo tenía que decir, como mi joven alma también se redimía en el vaivén de la mecedora de nuestra tía.

Hoy estoy frente a tus restos con tantos retos aún por desafiar, entregando tu alma, tu corazón y tu mente al universo del que realmente siempre fuiste. Y es una lástima que me toque a mí decir quien eras porque siento que no me sé todas las fechas importantes de cada una de tus batallas, porque todo era una batalla para ti. Porque en la tierra todavía se mide el éxito por cosas pasajeras, pero tu vida transformó, verdaderamente transformó la vida de tantas personas. Nada te era indiferente. A otros les tocará despedir al intelectual, revolucionario, trovador, economista, politólogo... A mí me toca despedir a mi papá. Amaste y luchaste por tu país desde la adolescencia. Dispuesto a disentir y a decir lo que pensabas pero también dispuesto a hacer, dedicando toda tu vida a estudiar y diseñar una mejor República Dominicana.

Soy hija de un eterno profesor porque mucho después de que dejaras atrás las universidades, hoy por hoy tus estudiantes siguen recordando cómo los sacabas a filosofar escuchando el filo del viento en las hojas de los árboles. Tú no creías en las aulas. No les ponías nota hasta que no alcanzaran el conocimiento y el entendimiento que sólo tú, detector y reconocedor de talentos, veías en ellos.

Aunque sé que hay muchas fechas históricas y emblemáticas para ti, estas son las que atravesaron mi ser:

Que el día que iba a nacer te mudaste con todos tus papeles a la habitación del hospital para escribir tu primer libro al pie de los dolores de parto de mami, el cual me dedicaste: “A Laura

María, esperando que sean superadas todas las formas de opresión a la mujer”.

Que lloraste el día que asesinaron a Lennon.

Que lloraste el día que cayó el Muro de Berlín.

Que lloramos juntos viendo La Sociedad Secreta de los Poetas.

Que estabas presente en todos mis actos de valentía.

Que hiciste todo el esfuerzo por vivir mis tropiezos y liberarlos como si fueran tuyos, a mi ritmo.

Que lloramos abrazados y cubiertos de mar cuando me despedí de mi gran utopía. Porque nadie más que tú sabía idear, albergar y enterrar utopías con el dolor de tu espíritu.

Sólo los que te amamos incondicionalmente conocemos el poder de tu magia, la que será imposible de apagar en nuestros corazones. Me regalaste mil poemas y mil canciones, a Siddhartha de Hermann Hesse, a Kafka, a Lorca, a Octavio Paz, a Silvio Rodríguez, a tu Juan Luis, a tantos más. Me regalaste un recorrido de energía y luz por toda la ciudad, tu ciudad, la que amaste y recorriste en paseos de lucidez cada día de tu vida, impregnando a todos con tu simbología, ideales, sentido común, poesía, sabiduría y amor. Nunca renunciaste a creer en el amor. Nunca tuviste miedo de empezar de cero como si la cuenta estuviera en cero, con la misma ilusión de la primera vez. Esto es algo que no creo que alguien sepa, pero no conozco un alma en la tierra que haya trabajado más por su libertad que tú, por conocerte desde adentro, desde las entrañas que sólo los médicos saben nombrar.

Leías mucho, mucho de filosofía y psicología. Trabajaste incansablemente, con ayuda y sin ayuda, en la mejor versión de ti. Gracias a tu búsqueda, me abriste de par en par el mundo interior. Nunca dejaste de decirme lo que yo era para ti. Gracias por haber amado y celebrado mi ser de una manera que sólo tú podrás hacer. Año tras año, durante toda mi vida me escribiste cartas, letras que narraban mi historia desde una perspectiva pura, romántica, noble, capaz de aceptarla tal cual era, de encontrar belleza allí donde solo sentía dolor. Infundían valor y esperanza en cada “Mi hija, el viento sigue soplando a tu favor.” Perdí a mi compañero epistolar, a mi brújula, mi termómetro, mi pulso.

Como siempre me decías: “Mi hija, Dios no vive encerrado en las iglesias, Dios está en la naturaleza. En las plantas, en el mar, en las aves.” Tú que tanto tenías que decir fuiste quien me enseñó a escuchar. Ahora te voy a escuchar siempre, en el horizonte, en cada amanecer y en cada atardecer. Mi cazador de atardeceres. Sentiré tu presencia, en cada estruendo de las olas del mar.

Papá de mi alma, Abuelo Lucas, nuestro Unicornio Azul, tu vida y tus enseñanzas seguirán vivas toda la eternidad y las honraremos. El azar, al que tanto le cantamos, desató tu vida y la liberó.

Tu hija del alma,

Laura María

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