Navidad: la más bella estafa
Si la Navidad hubiese sido una tradición judeocristiana, como debió ser, el puerco asado nunca sería motivo de crujientes degustaciones
Jesús no nació el 25 de diciembre. Esta fecha es una fijación arbitraria y sucedió cuando el Imperio romano, a partir del 325 d. C., adoptó el cristianismo como religión. Se dispuso ese día para hacerlo coincidir con la celebración de dos fiestas paganas: las Saturnales y el Sol Invictus. Con la primera se adoraba al dios Saturno, como gratitud por la agricultura y la cosecha; con la segunda se rendía culto al nacimiento de Apolo, dios del Sol.
Santa Claus nunca vivió. Es un viejo intruso. En cambio, existió el obispo Nicolás de Bari en el siglo IV en Turquía, quien compartió sus posesiones con desposeídos. Fue conocido como “el obispo de los niños”, porque hizo obras de caridad a favor de ellos. La conversión de San Nicolás a Santa Claus comenzó en el 1624, cuando en los Países Bajos se introdujo a Sinterklaas, o San Nicolás, como un santo que regalaba juguetes a los niños. En 1863, el dibujante Thomas Nast diseñó a Santa Claus para sus tiras navideñas en la revista Harpers Weekly. En 1870 se comenzó a popularizar su imagen: el anciano de buen humor, barrigón, barbudo y vestido de rojo que protagoniza el guion de los repartos navideños.
El arbolito nunca fue un símbolo original de la Navidad. Es un elemento que se incorpora tardíamente a partir de viejas tradiciones nórdicas, celtas y germanas, culturas que desde cientos de años utilizaban árboles perennes para celebrar el solsticio de invierno y con ellos la vida.
Si la Navidad hubiese sido una tradición judeocristiana, como debió ser, el puerco asado nunca sería motivo de crujientes degustaciones, pues este animal es considerado impuro por el Levítico por no ser rumiante. Las hojas y ramas típicas de adornos no serían la flor de Pascua, el abeto, el pino, el acebo o el muérdago, sino el olivo, la higuera, el almendro, el sicomoro, el terebinto, las palmeras, las acacias o los cipreses; en vez de ponches y licores, de este lado del mundo la celebraríamos con el arak (anisado) y licores certificados como kosher por la autoridad rabina; las golosinas serían dátiles azucarados.
Así las cosas, la Navidad es quizás la fiesta más pagana de las tradiciones cristianas, nutrida de un amasijo de extrañas culturas. Esa historia profana no vicia, sin embargo, su esencia: el nacimiento de Jesús de Nazaret en Belén de Judea, el acontecimiento más cimero en la historia del universo. De él, el historiador H. G. Wells dijo: “Soy historiador, no soy creyente, pero debo confesar como historiador que este pobre predicador de Nazaret es irrevocablemente el centro de la historia. Es sencillamente la figura más dominante…”.
El origen promiscuo de la Navidad fue quizás una sorprende confirmación histórica a su original celebración en Belén, cuando el niño Jesús fue visitado por magos del Lejano Oriente, que llegaron para adorarle desde los confines del mundo de entonces siguiendo, según sus creencias, una estrella. No eran judíos, fueron paganos en el sentido más ortodoxo del concepto, porque, además de foráneos, practicaban la magia.
Hoy, el nacimiento de Jesús es recibido de formas diversas en el cristianismo de Occidente y Oriente (donde los ortodoxos lo celebran el 7 de enero) con aportes propios de las tradiciones locales, elementos influidos por los símbolos y marcas del comercio, haciendo de la Navidad el mejor motivo para las compras, aun las no necesarias, en una festividad más de consumo que de devoción.
Pero, a pesar de las frivolidades y los excesos, en la Navidad flota ese misterioso soplo de buena voluntad que anima a la generosidad y a la compasión. Es el llamado “espíritu de la Navidad”, advenimiento celebrado en muchos países del mundo el 21 de diciembre con el solsticio que marca el cambio de estación. Sobre el espíritu de la Navidad, el presidente de los Estados Unidos (1923-1929) Calvin Cooldge escribió esta frase que siempre invoco para esta ocasión: “La Navidad no es un tiempo ni una temporada; es un estado mental. Cultivar la paz y la buena voluntad, ser abundante en misericordia, es poseer el verdadero espíritu navideño”.
Más allá de la juerga, las borracheras y la sensación festiva que domina, queda a salvo, aun desdibujado, un motivo central, eterno y trascendente: Jesús es la Navidad. Es su llegada, como luminosa promesa profética/histórica, la que celebramos. La Navidad no es un culto a la carne: es una celebración del espíritu. Desde esa perspectiva, la más meritoria manera de festejarla es abriendo nuestro corazón como pesebre para que él nazca en nuestra vida. Entonces seremos hombres de paz y buena voluntad, como anunciaron los ángeles que le adoraron. Amén/Shalom/Salam.

José Luis Taveras