Cuando ningún actor puede ceder
El dilema del Caribe, qué ocurre cuando el conflicto se alimenta solo
En The Irony of American History, Reinhold Niebuhr nos enseña que el hombre, en su ansiedad por dominar, crea fuerzas que ya no puede controlar. Esa intuición —tan simple como profunda— ilumina el momento geopolítico que vive hoy el Caribe, donde ninguna de las partes centrales puede retroceder sin asumir un costo existencial. Y cuando ningún actor puede ceder, la historia deja de obedecer voluntades y comienza a moverse por la lógica invisible de los sistemas.
La creciente presencia militar de Estados Unidos en el Caribe, las respuestas endurecidas del régimen venezolano y el involucramiento silencioso —pero determinante— de Cuba no son episodios desconectados. Son señales de un reacomodo profundo en el hemisferio, como esas corrientes marinas que cambian antes de que la tormenta aparezca en el horizonte. La pregunta no es qué está ocurriendo, sino hacia dónde apunta el proceso. Y esa pregunta debe formularse antes de que los hechos adquieran velocidad propia.
En Washington, la interrogante es evidente: ¿por qué elevar la presión ahora? Toda potencia que siente su autoridad desafiada reacciona reforzando su fuerza. Una hegemonía estable persuade; una hegemonía que percibe erosión intimida. Cuando Estados Unidos despliega músculo estratégico en el Caribe, no solo envía un mensaje a Caracas: reafirma que todavía puede ordenar un hemisferio donde China, Rusia e Irán han ganado presencia. Cada demostración de fuerza es, al mismo tiempo, una confesión de vulnerabilidad.
En Caracas ocurre algo distinto, pero igual de revelador. Con frecuencia se analiza a Maduro como si fuera un actor con libertad plena de maniobra. Esa lectura es incompleta. Venezuela ya no opera con la lógica de un Estado convencional: funciona como un sistema cerrado en el que las Fuerzas Armadas condicionan, la inteligencia cubana supervisa, los grupos económicos sostienen redes de supervivencia y las economías ilícitas proveen liquidez. En un entorno así, ceder no es negociar: es desarmarse. Y ningún actor que sabe que su supervivencia depende de resistir puede permitirse mostrar vulnerabilidad. Para el régimen, retroceder no debilita solo al líder: desestabiliza al sistema.
Y está Cuba, el actor que rara vez aparece en los titulares, pero que define silenciosamente el tablero. Para La Habana, Venezuela no es un aliado ideológico: es una fuente vital de energía, divisas, influencia y proyección regional. Es su respiración estratégica. La caída del régimen venezolano implicaría un colapso inmediato para la estructura interna cubana, que ya vive al límite. Por eso Cuba no puede ceder. No porque no quiera, sino porque hacerlo comprometería la estabilidad de su propia arquitectura de poder.
Aquí se revela el núcleo del problema: no enfrentamos un conflicto político, sino un conflicto existencial. Cuando una potencia siente que su hegemonía está en disputa; cuando un régimen entiende que ceder equivale a quedar inerme; cuando un aliado percibe que su respiración política depende del otro, las dinámicas dejan de responder a la diplomacia y pasan a responder a la supervivencia. En ese punto, los incentivos empujan a la confrontación, aun cuando nadie la desee.
Escalar ya no significa lo mismo que antes. No hablamos de guerra convencional, sino de un escalamiento multidimensional: movimientos militares simbólicos, saturación narrativa, activación de redes de influencia, presión diplomática, incidentes tácticos capaces de transformarse en detonantes estratégicos. Los conflictos existenciales se mueven por la lógica del miedo, no por la lógica del cálculo. Y el miedo estructural —ese que nace cuando los actores sienten que no pueden perder— es un motor más poderoso que cualquier estrategia.
Frente a este panorama, la región y, en particular, el Caribe deben mirarse en un espejo que no siempre quieren sostener. República Dominicana está en la primera línea de impacto. La migración venezolana no disminuirá: se hará más constante, más estructural. La tensión entre Estados Unidos y el eje Caracas–La Habana tendrá efectos inmediatos en nuestra diplomacia, nuestra economía y nuestra seguridad. Un Caribe estable no es un lujo geopolítico: es un requisito de estabilidad hemisférica. Y el país necesita una lectura estratégica madura, no reactiva, para navegar los años que vienen.
Conviene recordar que las grandes transformaciones históricas no siempre comienzan con un estallido. Muchas veces empiezan con pequeñas grietas que se acumulan en silencio, hasta reorganizar el sistema completo. Niebuhr llamó a esto la ironía de la historia: los poderes que se crean para afirmarse terminan imponiendo las reglas a quienes los diseñaron. Y es esa ironía la que hoy parece insinuarse en nuestro hemisferio.
Por eso la cuestión central no es quién ganará este pulso geopolítico. La pregunta decisiva es otra: ¿qué ocurre cuando ninguno de los actores puede permitirse perder? Cuando eso sucede, el conflicto deja de ser una disputa y se convierte en una dinámica que se alimenta sola. No porque así lo quieran los líderes, sino porque así lo dictan las estructuras que los sostienen… y que también los atan.
La historia, en esos momentos, no avanza por la voluntad individual de los hombres, sino por la lógica silenciosa de los sistemas de poder. Y comprender esa lógica —antes de que se imponga— es quizás la responsabilidad más urgente de los Estados que entienden su tiempo.

Nelson Espinal Báez