×
Compartir
Secciones
Última Hora
Podcasts
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Juegos
Herramientas
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales

La meritocracia

¿Realmente existe la meritocracia en República Dominicana?

Conozco a algunos dominicanos que hoy ocupan posiciones de relevancia en la administración de gobiernos municipales, estatales y federales de los Estados Unidos.  Es también el caso de líderes comunitarios, ejecutivos de grandes corporaciones y académicos. La mayoría emigró acosada por las escaseces y como aventura de un destierro económico, en algunos casos de forma ilegal.

Detrás de su realización se devela una dura carrera de preparación, trabajo y competencia. Están donde han querido y por lo que han luchado. No han llegado por accidente ni apalancamientos. Sus hojas de vida hablan concluyentemente. Es reconfortante cuando un sistema retribuye de esa manera las inversiones de vida que cada ciudadano hace en él. A eso se le llama “mérito”.

Para la RAE el “mérito” alude a la acción de una persona que la hace digna de premio o de aprecio. Y no se trata de una recompensa a la suerte; es un reconocimiento a una preparación sostenida.

La llamada “meritocracia” es un sistema en el que se adjudican funciones de responsabilidad con base en el talento y el esfuerzo individual y no en la clase socioeconómica a la que se pertenece.  Con diferentes enfoques, la meritocracia ha sido defendida tanto por conservadores como por progresistas. 

La meritocracia, con el debido respeto, ha funcionado como criterio abstracto de selección; más todavía, no ha podido cuajar como un sistema de organización social. Nació como una distopia y se mantiene así, aun en naciones prósperas.

Pocas sociedades se han estructurado sobre un andamiaje de méritos. Y la principal razón es la desigualdad social como severo condicionamiento para cualificar racionalmente el mérito; por eso hay que partir de sus bases estructurales y materiales.  Así, ¿puede haber un justo reconocimiento del mérito cuando no hay una efectiva igualdad en acceso y oportunidades?  ¿Pudiera haber una valoración de la competencia mientras, por ejemplo, haya un desequilibrio tan abismal entre los sistemas de educación pública y privada?

Frente a una preparación de dos individuos de distintas clases económicas, pero de la misma área de capacitación, ¿elegiría el mercado aquel que no ha podido obtener, por ejemplo, una titulación de una alta academia extranjera? A menos que haya un raro altruismo solidario, dudo que el mercado se decante por este último. Es que no hay competición justa para condiciones distintas.

Quiérase o no, en contextos tan socialmente desiguales el nivel educativo, la ocupación, los ingresos y la riqueza ejercen influencia en la meritocracia; así, para el politólogo español Carlos Gil “la igualdad de oportunidades no se cumple ni en las sociedades contemporáneas que han hecho mayores esfuerzos por reducir las desigualdades durante décadas a través de amplios acuerdos políticos, estados de bienestar universalistas, redistribución y dinamismo económico, como los países nórdicos. (…) Ni siquiera en las sociedades comunistas” (Gil, Carlos. Hay que esforzarse por debatir más de políticas que de meritocracia en público, Fundación Espacio Público, 20 de febrero de 2023); luego llega a una conclusión maestra: “El punto clave del debate es que sin igualdad de partida nunca puede haber una verdadera meritocracia”. 

Si bien la meritocracia, a decir de Gil, es “un ideal político”, el Estado debe privilegiar el mérito frente al simple oportunismo al momento de abrir espacios en la burocracia administrativa. Es un imperativo más de eficiencia funcional que de política social.

La tendencia regulatoria es que la mayoría de las naciones en desarrollo emergente, y aún más las de primer mundo, someten la Administración pública a un régimen de control que toma en cuenta los méritos acumulados; por eso cada día son más las plazas sujetas a selecciones por oposición. Y es que los Estados contemporáneos regulan y ordenan actividades económicas, financieras, tecnológicas y administrativas cada vez más complejas que precisan de expertos y no de políticos. 

En la República Dominicana se ha avanzado muy poco en eso. Los políticos dominan la administración del Estado. Todavía contamos con una burocracia sin experiencia calificada en lo que dirige y colocada por un criterio de retribución política. Es sorprendente cómo una persona pasa a dirigir un ministerio y luego pasa a otro sin una probada competencia en la materia.

Lo ideal es escoger lo mejor a través de métodos abiertos de selección basados en competencias. El problema es que la Administración pública privilegia a burócratas empíricos que llegan con la idea de cambiar su proyecto de vida. Ese designio, convertido en premisa implícita de la carrera política, ha mitificado el cargo público, tanto que personas con empresas e ingresos que centuplican los salarios más altos de la Administración quieren llegar a una función pública.

Siempre he pensado que trabajar en la alta burocracia estatal debiera ser un reconocimiento de vida; un mérito reservado a una élite. Sí, como leen: a ¡una élite! Y no me refiero al abolengo ni a la plutocracia, sino a gente que por su excelencia compita en las posiciones más cotizadas del mercado laboral privado. Si para dirigir una empresa se buscan los mejores prospectos, ¿por qué no para el Estado? La capacidad no puede ser un factor accesorio para delegar responsabilidades públicas, por eso hemos creado y mantenido un Estado costoso, inflado e ineficiente, que opera más como una agencia de empleo que como una estructura funcional de servicios. Es espantoso conocer en toda su hondura el dispendio de dinero que se va en sueldos, dietas y estipendios a los consejos de administración de instituciones mantenidas solo para justificar nóminas políticas, dirigidas por personas que no tienen una idea de gerencia, profesionalmente mediocres.

Pero esa es la lógica retributiva del rentismo defendida como religión del subdesarrollo político y que le ha costado décadas de pérdidas al Estado dominicano. Lo peor: es la opinión de ciertos doctos que invocan el “mérito al trabajo político” para validar una práctica tan arcaica como viciosa. Al contrario: por quienes hay que abogar es por los que, teniendo la mejor calificación técnica, gerencial o profesional, son excluidos de las oportunidades del Estado por no tener una militancia reconocida, un activismo relevante o un vínculo con intereses partidarios. Esos mismos que al principio de este trabajo dije conocer y que ante las oportunidades negadas en su país han prestado sus mejores talentos a agencias y gobiernos extranjeros.

TEMAS -

Abogado, ensayista, académico, editor.