La pobre campaña electoral
Pero en las últimas elecciones ha sucedido algo peor, y es la estrategia de “esconder” al candidato y evitar su exposición verbal para que no revele sus carencias conceptuales, convirtiendo las candidaturas en propuestas gráficas o digitales de presencia en spots, vallas, plataformas digitales y medios de masas.
Eduardo Jorge Prats, según sus palabras, percibió un “tufillo antipolítico” en un reciente artículo de mi autoría a través del cual reprobaba la prematura campaña electoral desatada al margen de la ley. El texto que encendió el incienso fue este: “Nuestro debate político es de por sí anodino, reactivo y emocional; desprovisto de planteamientos estructurales. Si a esa retórica se le suma un clima de agitación electoral prematura, crearemos las condiciones para alentar la distracción que no necesitamos”.
Comprendo a Jorge Prats y sus meritorias cruzadas en contra de los “gigantes éticos” del antisistema, esos que, en nombre de la moral pública, se erigen en paladines para demonizar el discurso político y mandar a la hoguera a los políticos. Nunca me he sentido aludido por sus menciones. Todo lo contrario: he sostenido, al igual que él, que sin partidos la democracia no solo pierde su premisa funcional, sino que asume el riesgo de caer en los apocalípticos liderazgos populistas, esos que, como presunto remedio a la fractura del sistema partidario, agravan el padecimiento hasta hacerlo terminal.
Por su parte, la política nunca dejará de ser el escenario en el que se diriman las controversias inherentes al interés público y común, y, como escribiera recientemente, “fuera de ella es difícil elaborar las ingenierías sociales para ordenar y proponer los cambios colectivos”, de manera que la participación política organizada es consustancial a la democracia.
Ahora, criticar el desempeño de los partidos en un contexto de crisis como el que vive la democracia de hoy no convierte en antipolítico a quien lo haga. Ese es el prejuicio. Sería necio negar que el partidismo tradicional ha permanecido estancado en concepciones arcaicas y prácticas corruptas de gobierno que le han sustraído conexión social y sentido de los tiempos. Ojalá los mejores defensores del sistema se ejercitaran a diario en la crítica correctiva para que estas organizaciones logren sus mejores adaptaciones a los cambios. Creer que nada ha pasado hace más daño que admitir esa realidad.
Ante el vacío ideológico creado por la contracción de los partidos, las sociedades se han movido hacia una “despolitización de la política” en la que se destacan dos visiones: una que procura tal efecto a través de la corrección ética de la política como fin en sí mismo, y la otra que postula el predominio del mercado sin interferencias de la propia política con gobiernos tecnócratas de visiones empresariales. Sobre esas dos perspectivas se monta como jinete el populismo para engendrar el redentismo progresista o el derechismo libertario, corrientes que, como péndulo, empiezan a alternarse en la democracia occidental.
Pero vuelvo al tema de las campañas electorales, y no para reprochar su extemporaneidad, convencido de que la Junta Central Electoral se dejó dominar el pulso por los partidos, sino para abogar por otros relatos, a sabiendas de caer en la cursilería de las buenas intenciones, esa que, como “canción arjoniana”, se decanta por empalagosas candideces. Nada pierdo.
Con el debido respeto al amigo Eduardo Jorge Prats, insisto en que las campañas electorales son “anodinas, reactivas y emocionales”. Son anodinas porque no trazan proyectos de gobiernos, políticas de Estado ni compromisos relevantes; se trata de un marketing de imágenes abstractas del candidato. Son reactivas, porque se basan en la simple crítica a lo que hace o dice el contendiente o en un juego de pobres sofismas discursivos. Son emocionales porque se consuman en una dinámica de acusaciones personales y descalificaciones subjetivas.
Pero en las últimas elecciones ha sucedido algo peor, y es la estrategia de “esconder” al candidato y evitar su exposición verbal para que no revele sus carencias conceptuales, convirtiendo las candidaturas en propuestas gráficas o digitales de presencia en spots, vallas, plataformas digitales y medios de masas. Eso ha sucedido con los candidatos presidenciales del PLD para las pasadas y estas elecciones. De manera que las entrevistas no pautadas seguirán siendo escasas y ni hablar de los quiméricos debates, una aspiración electoral ya vencida por el cansancio.
Y vuelvo a publicar, por su extraordinaria pertinencia, el invaluable estudio de la Asociación Nacional de Jóvenes Empresarios (ANJE) entre jóvenes votantes que representan algo más del 35 % del padrón electoral del 2024. Uno de los aspectos evaluados fue el de las campañas electorales. Sobre el particular, el estudio indica que para los jóvenes consultados los aspectos más negativos de las campañas electorales son, entre otros, estos cinco: las promesas incumplidas/irrealistas (19.0 %); la contaminación que provocan (14.4 %); la poca transparencia en el reporte de gastos de los partidos (11.9 %); la entrega de dinero o alimentos (11.4 %) y los mítines y marchas (10.0 %).
Lo anterior hace extremadamente costosas las campañas y evita que ofertas de acabado perfil, pero con pocos recursos, puedan participar con fuerza competitiva. Se imponen técnicas creativas basadas en las expectativas sociales y en las tendencias de cambios. El panorama político de los últimos tiempos es muy inestable y contingente. De manera que si el formato de las campañas es el de siempre, debemos reclamar para que estas sean cortas y racionales. La ley establece al menos los límites de tiempo y las condiciones de su ejercicio; el problema inicial es que la Junta Central Electoral no ejerce su autoridad sometiendo a los partidos al imperio de la ley. Y si eso no se controla, lo demás menos.