Mi madre murió en enero
El 24 de diciembre pasado fue la primera vez que, viviendo en el país, no fui a cenar en mi casa paterna
Eran las 9:15 de la mañana. Yo estaba haciéndome el nudo de la corbata para asistir al acto de conmemoración del décimo aniversario del inicio de los trabajos del Tribunal Constitucional, cuando sentí la vibración del teléfono y vi la imagen de mi hermana en la pantalla. Ven, me dijo, con la voz quebrada. Y no fue necesario que dijera nada más. Mi madre acababa de morir. Era el 27 de enero de 2021.
Iba a cumplir 94 años el 5 de marzo, pero hacía poco más de cuatro semanas que los achaques impiadosos de los años habían iniciado la última etapa de su trabajo definitivo. Se llamaba Mercedes Gómez. Nunca aceptó que la llamara Donata, pese a que era el primer nombre en su registro de nacimiento. Parió diez hijos, perdió tres, como era usual en los tiempos duros de la ruralidad sin hospitales.
Mi padre había muerto cuatro años antes, seis semanas después del nacimiento de mi hijo Damián, a los 93 años de edad. Y ella se había quedado en la casa al cuidado de dos de mis hermanas y de los muchos nietos y nietas que todavía viven Gurabo. Quizá la muerte de mi padre aceleró el proceso en el que se fue perdiendo en un laberinto de olvido e impresencia, aunque conservó casi hasta el final las facultades físicas que le permitían hacer el café, barrer el patio, ir a la iglesia.
La vimos apagarse poco a poco. Una facultad nueva se iba con las luces de cada día. El 24 de diciembre de 2020 la vi levantarse de su cama y encaminarse, con las pocas fuerzas que le iban quedando, a la mesa del comedor. Tuve que ayudarla a terminar ese breve trayecto que para sus fuerzas ya disminuidas, tenía la dimensión de un viaje espacial. En ese momento, algo se quebró en algún lugar de mis entrañas, pues ese querer y no poder andar unos pocos metros me reveló el carácter sin retorno del camino que había emprendido cuando apenas le faltaban unas cinco semanas para cumplir 94 años.
Con los días dejó de caminar, de hablar, de comer. Solo las cuentas de su rosario, tan gastado como sus días, siguieron deslizándose por entre las yemas de sus dedos, ajenas a la fervorosa resignación que las movía. En ese momento, más que la perspectiva de la muerte inevitable, me aterró la del sufrimiento sin redención. Entonces no sé de qué misterioso rincón del universo me vinieron las fuerzas para sentarme ante su cama en un momento en que examinaba, con la atenta curiosidad de las despedidas, las cosas que la rodeaban. -Soy tu hijo, recuerdo que le dije. -Todos tus hijos estamos aquí, contigo. Solo tenemos para ti amor y gratitud infinitas. Así que si por alguna razón que no conozco piensas que tienes algo pendiente con alguno de nosotros, por lo que sientes que no debes irte todavía, quiero que sepas que nos diste más, mucho más de lo que merecíamos. Estás liberada, porque de alguna manera siempre estarás con nosotros.
Por la tarde del día siguiente regresé a Santo Domingo. Mis hermanas, los amorosos vecinos de siempre, sus amigas de la iglesia, se quedaron cuidándola. Se turnaban para para garantizar que dos veces al día, el médico que cuidó su cuerpo, y una vez al día, el cura que se empeño que mantener limpia su alma, le ofrecieran sus oficios hasta el último aliento.
Era una solidaridad que no vino con la pandemia. Era la reiteración de un antiguo hábito de apoyo desinteresado entre vecinos. Todavía me conmueve la forma natural en que se sucedían los turnos del cuidado, los tercios del rosario, la participación de todas en los quehaceres domésticos. Teresa, Lesbia, Lely, Dulce, Yaquelín, Mirian, Papayín, Joselito, Dioselyn, Carmen, y tantas otras amigas y amigos de la familia, mujeres y hombres que me vieron crecer, a algunas de las cuales mi madre le llevaba más de 30 años: Gracias infinitas.
Mi madre murió en enero. Se apagó poco a apoco, como una vela con la llama serena en el altar en que los creyentes imploran vida eterna para sus deudos. Es rara la idea de no volver a verla, de no volver a escuchar su amorosa nana antes de entrar en el sueño, cuando vuelvo a la casa en que crecí. Murió como los árboles, como los peces, como las mariposas, como han de desaparecer los glaciares y los manatíes, en el incesante fluir del universo, hasta que se extinga la luz de la última estrella.
El 24 de diciembre pasado fue la primera vez que, viviendo en el país, no fui a cenar en mi casa paterna. Fue una crisis emocional que empezó a hacerse presente a mediados de mes: No entendía la mesa de navidad sin su presencia, al tiempo que no entendía mi vieja casa sin la mía para esa fecha. Al final me quedé en mi apartamento de Santo Domingo, con mis hijos, mi esposa y su familia. Pero sigo sin estar seguro de lo que debí haber hecho el 24. Así que solo se me ocurrió escribir sobre ella, que siempre fue una luz en la noche oscura de la incertidumbre.
Era una solidaridad que no vino con la pandemia. Era la reiteración de un antiguo hábito de apoyo desinteresado entre vecinos. Todavía me conmueve la forma natural en que se sucedían los turnos del cuidado, los tercios del rosario, la participación de todas en los quehaceres domésticos.