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Novelas en los linderos de la historia

Del historiador al novelista, dos formas de contar el pasado

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Novelas en los linderos de la historia
“El imposible perdón”, Carmen Imbert Brugal. Huerga & Fierro, España; 166 págs. /“Palma Sola. Una historia de amor”, Máximo Vega. Editorial Santuario, 2024; 335 págs. (DIARIO LIBRE)

Escribir novela histórica no es escribir Historia, pero unir la ficción a la realidad de hechos concretos sirve para conocer y comprender la Historia, así con mayúsculas, como soporte de su relato y como extensión del suceso y sus coordenadas.

El novelista que construye su narrativa sobre un acontecimiento histórico, levanta otra forma de ver y comprender la Historia en dominios que les son vedados al historiador. Una historia novelada -que no es lo mismo que una novela histórica, porque hay confusiones en este terreno- introduce elementos de ficción en su narrativa para encauzar un criterio histórico. La novela histórica es un género que crea una realidad fictiva en el marco de un evento histórico, del tipo que sea.  Como género literario con sus propias características, de ninguna manera, aunque es más que una obviedad el señalarlo, la novela histórica no sustituye nunca el relato del historiador. Son dos géneros distintos, con características muy diferenciadas. Para conocer en sus detalles un acontecimiento histórico, acudimos al historiador profesional. Cuando nos interesamos en ver más allá del hecho en sí, que con todos sus pormenores nos ha relatado el historiador, buceamos en la escritura de ficción del novelista de la historia que nos introducirá por nuevos caminos donde la fábula hace lindero con la realidad.

De Víctor Hugo a Tolstói, de Colleen McCollough a Mario Vargas Llosa, de Philippa Gregory a Javier Cercas, de Ildefonso Falcones a Espido Freire hay una larga hilera de novelas donde las bases que construyen su raigambre es la Historia. La ficción histórica es una forma entretenida y audaz de conocer la Historia, ya lo dije, con mayúsculas, esa que los historiadores nos han entregado con visión científica del quehacer, con el andamiaje ilustrado de la investigación. Desde Los Miserables hasta La Fiesta del Chivo, desde Guerra y Paz hasta La Trampa Dorada, desde La Catedral del Mar y La Mano de Fátima hasta La Flor del Norte y El Paraíso en la otra esquina, desde Soldados de Salamina y Anatomía de un instante hasta Historia de Mayta y La corona de hierba, la ficción histórica ha conducido a la historia de la literatura universal a su más alto potencial de desarrollo narrativo y de conocimiento y disfrute de la Historia desde su cauce no habitual.

Toda novela tiene un soporte histórico. La imaginación nunca es total. Muchas veces, simples acontecimientos cotidianos, otras tantas, sucesos familiares, episodios insignificantes para la mayoría, anecdotarios que se convierten en fuentes de la ficción. Recordemos la anécdota que ha corrido por décadas de la madre de García Márquez cuando supo de la historia que su hijo contaba en Cien años de Soledad: “El Gabito no es más que un chismoso y un indiscreto”, cuentan que dijo su progenitora al descubrir que muchos de los sucesos que narraba su vástago provenían de la historia de su familia.

Pero, la novela histórica en estricto sentido, es otra cosa. Es una manera de narrar una historia que podríamos, o no, conocer de antemano, parcial o totalmente, pero referida desde el ángulo siempre infidente, intrépido, bizarro, del narrador que crea la ficción desde lo que realmente ha sucedido, o que hace suceder la realidad desde lo verazmente fictivo. Esa tarea, por tanto, está reservada a quienes conocen los vericuetos de la narración literaria y a quienes han domado el potro de la imaginación sobre la cresta de la ola de los más audaces representativos de la novela histórica. Como, por ejemplo, Carmen Imbert Brugal y Máximo Vega. Con diferencia de un par de meses, estos dos experimentados escritores de ficción han circulado dos novelas históricas que han ocupado nuestra atención en las semanas que lleva corriendo el presente año.

Carmen Imbert construye su relato en una “contienda maleva de reclamos, venganza y rencores”, en que se sumergen sus protagonistas para recrear vidas maltrechas, sostenidas al viento de las impudicias, las coartadas y las ruinas de sus tránsitos oscuros. La novela se va tejiendo entre los desconciertos de la Era y los vientos huracanados de los Doce Años. Digamos, entre los que sirvieron “a la tiranía de manera militante, obediente”, y los que siguieron a su nuevo líder desde las trincheras anteriores donde moraron y batallaron sin fin, en la seguridad de que este “superaría en el mando al déspota asesinado” mentor de todos ellos. La novela es eso, sí, pero también mucho más. Con un estilo que a veces se guía por entresijos verbales que parecen encaminar su consistencia, o por trechos relatores que desencaminan al lector para volver a reintroducirlo en los cauces de una historia descarnada y colérica, la novelista reescribe los rituales del trujillismo, formula revelaciones, remite a conductas impropias, a ejercicios conyugales, a colaboraciones abyectas, en ese “tiempo de silencios y cautela” donde “nadie acallaba el bisbiseo, la murmuración aviesa”. A Vargas Llosa casi lo crucificaron cuando en La Fiesta del Chivo hizo revelaciones “fictivas” que se entrecruzaban con la realidad. Carmen Imbert dice mucho más que el Nobel peruano en su celebrada novela, se atreve a ir más lejos, llega a fines y confines que producen la apertura de ojos azorados y de conciencias revueltas. Es la novela que redescubre a los miembros de la “asociación de adoradores del tiempo ido” y con las irreverencias que la venganza histórica concita formula el relato de hechos, nombres, sucesos, compromisos, aversiones, con una contundencia instridente. La retahíla de vocablos -párrafos cortantes, frases pertinaces, juegos de palabras constantes y sonantes-, como recurso narrativo, parecen ofertar una simbología de la exasperación y el desconcierto de una trama donde La Voz de una impenitente llamada telefónica dinamiza el relato por sus cauces misteriosos como un thriller que se interna en el “dislocado proceder” y la “mala conciencia” de su principal protagonista, en un cruce de roles donde todos lo son, casi por igual medida. Todos llevan su chin. Todos los que escribieron la Historia desde sus puestos de mandos, desde el Jefe hasta los del cambio del 78. Pero, el gran tema es el olvido. “Luego vino el olvido malevo, cómplice, olvido cobarde y egoísta, el olvido necesario del terror…hubo olvido”, y hubo también venganza, el imposible perdón. La novela de Carmen Imbert desarma y conmueve. Con notables diferencias, me recuerda otras dos novelas que cruzan por igual los linderos de la Historia, con total dominio narrativo: “El personero” de Efraím Castillo, historia que descubre el lector  con personajes conocidos y, más reciente, “Nosotras, las de entonces” ópera prima de Margarita Cordero en torno a Abril de 1965.

En la otra esquina, el novelista santiaguero de mayor proyección desde hace unos buenos años ya, Máximo Vega. Otra novela histórica. En este caso, sobre la conocida matanza de Palma Sola, de 1962. En el entramado de una historia de amor, los hilos de la tragedia. Se trata de un suceso histórico ocurrido en un campo de San Juan de la Maguana y que nos ha sido referida en detalles por historiadores y por el periodismo de investigación de credenciales intachables, como son los textos de Lusitania Martínez, Carlos Esteban Deive, Juan Manuel García, y recientemente de  Roberto Cassá, centrado este en la figura de Olivorio Mateo.  La figura mesiánica de Mateo y la de los mellizos de Palma Sola, con sus consecuentes tragedias, protagonizada la primera por los marines norteamericanos que llegaron en 1916, y la segunda por el ejército dominicano, de aire y tierra, que cerraron a sangre y fuego esa historia de religiosidad popular que creaba sospechas en los interventores y cuarenta y cinco años más tarde, forjaba dudas persistentes en los que conducían el país posterior a la Era de Trujillo, en 1962.

El relato de Vega es trepidante. Parte de Hato del Yaque, en Santiago, cuando una joven decide abandonar su casa a pie para buscar aliento espiritual en un predio sanjuanero donde unos hermanos continúan la fe liborista, viviendo en comunidad, predicando un evangelio de dimensiones extrañas y surcando los mismos caminos del cristianismo, pero bajo otra bandera y un escudo protector de divulgados milagros y quehaceres de vida en común. La de Vega no es la historia de la matanza de Palma Sola, es el relato de un complejo testamento de amor cruzado, donde hay duelos, sangre, cultos de certezas e incertidumbres y una plaza cuadrada donde nacieron plegarias y desgracias y, a su vez, se consumó el exterminio. Los “santos” Plinio y León heredaron una fe que el segundo abandonó cuando estuvo seguro de que los adeptos terminarían sus días con sus ideas ametralladas desde los aires y desde los zaguanes. Circula en edición limitada, pero esta novela debe ser conquistada por los lectores que terminarán adoctrinados en la furia del amor, en los arrebatos de la pasión humana y en la intrepidez de la devoción religiosa. Máximo Vega sabe como se construye una novela histórica. Para mí, que conozco los textos sobre los sucesos de Palma Sola de hace sesenta y tres años, ya no habrá otra lectura de esa historia que no sea la novela de este brillante narrador cibaeño. Tan milagrosa es.

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Escritor y gestor cultural. Escribe poesía, crónica literaria y ensayo. Le apasiona la lectura, la política, la música, el deporte y el estudio de la historia dominicana y universal.