Discurso de odio
Radicales y el patriotismo falso, la amenaza del odio
Quizá pudieron ser más pero fueron alrededor de una veintena. Banderas en el pecho y en las manos, pretendidos símbolos de un «patriotismo» pantomímico. Y pancartas, desde luego: «Fuera los haitianos de nuestro territorio», «Mi país no es un negocio» y otras similares. Eran los activistas del odio actuando libremente frente a la indiferencia de quienes suponemos constituyen los más.
Esos más que, enterados de su existencia, suelen ajustar tranquilamente su alarma al tamaño del grupúsculo. Les falta, piensan, el bagaje necesario para ir más allá de cubrirse la cara o vestirse de negro. Para que puedan amenazar la democracia, soliloquian los medianamente informados, requieren de lo que ni por asomo tienen: desde la histriónica vulgaridad y machismo alfa de Donald Trump al oscuro intelecto del exactivista homosexual Renaud Camus, teórico europeo del «gran reemplazo» –polos arbitrarios en este texto–, pasando por la multitud de desparejos líderes de la ultraderecha mundial. Son «unos loquitos viejos», afirman y sonríen desprevenidos.
Algo de esto es cierto. En este trópico insular el cabeza de fila es un joven sin grandes luces y mucho menos carisma. Su discurso está hecho de frases consabidas. Lo suyo es acusar de prohaitiano a diestra y siniestra –incluyendo a este periódico por sostener la más ecuánime línea informativa y editorial sobre las relaciones entre República Dominicana y Haití– porque es incapaz de interpretar y tolerar opiniones que reniegan del simplismo. Pero, ojo, no es anodino.
Mirando las fotos de la «protesta» convocada frente a Diario Libre el pasado domingo por el grupúsculo liderado por Ángelo Vásquez, vale preguntar si alguno de los que alardeaban de «patriotismo» aprobaría un examen básico de historia dominicana. Si sabrá algo más que el nombre de Duarte. O si además de pedir la expulsión de los haitianos podrá explicar qué entiende por patria y qué por ser dominicano.
Dudemos de las razones y del talento de estos odiadores, pero no banalicemos su odio. Porque para odiar no hace falta inteligencia ni motivo, sobra con el odio mismo. Ese que, como afirma Carolin Emcke, «se fabrica su propio objeto. Y lo hace a medida».
El fanatismo le inocula al odiador un rechazo incontrolable que exige cada día nuevas víctimas y las inventa. Apuesto mis dos manos de escribir a que muy pocos, si acaso alguno, de quienes protestaron frente a Diario Libre posaron sus ojos sobre el reportaje que les sirvió de pretexto. Es que no necesitaban leerlo. Al fanático le basta con sus fantasmas y con intentar acallar a quienes piensan y actúan diferente. Se alimenta de «fantasías violentas» y no vacila en concretarlas. La violencia es su ethos.
A quienes apreciamos la democracia nos urge abandonar el letargo y ponernos en alerta frente al discurso de odio. Sus propaladores son todavía pocos como cuerpos pero no desdeñables como virus. En esto reside su peligro.