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El Otro Cestero

Manuel F. Cestero, narrador de la identidad y política de la República Dominicana

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El Otro Cestero

Manuel F. Cestero (1878, Santo Domingo-1926, Santiago de Cuba) es un tesoro intelectual dominicano de amplio y culto visor, cuya obra ensayística y narrativa ha sido desempolvada por el Archivo General de la Nación bajo la conducción ejemplar del historiador y educador Roberto Cassá. Entre cuyos colaboradores destaca Andrés Blanco Díaz con sus escrupulosas compilaciones antológicas de los más prominentes pensadores de la dominicanidad, editor ahora de 3 volúmenes de la obra de Cestero: Notas críticas, artículos y cartas, Ensayos, y Narraciones (2022).

Educador en Puerto Plata –experiencia traducida en un estudio sobre la educación del niño-, empleado en el ingenio La Francia de la capital, rodó en oficios varios por Macorís del Mar y Montecristi. Cónsul en Boston por breve, su mayor empeño laboral lo desplegó rellenando galeras de periódicos y revistas en el país y en New York, donde se trasladó a vivir con su familia en 1914. Numen y estilo certeros, plasmados en piezas macizas que nos enseñan y deleitan.

En 1909 Cestero produjo desde Macorís el opúsculo Un Documento Notable, motivado por la publicación de la Memoria de Hacienda de 1907 correspondiente a la gestión de Federico Velázquez al frente de ese ministerio. Negociador junto a Emiliano Tejera, durante la presidencia de Ramón Cáceres, de la Convención Domínico-Americana que consolidó la deuda externa y el control norteamericano de las recaudaciones bajo la Receptoría General de Aduanas. Algunos extractos de este texto nos perfilan a este otro Cestero y muestran su bisturí ferozmente crítico.

“Pocos pueblos han tenido, como el nuestro, el raro privilegio, no envidiado por pueblo alguno, de vivir historia tan rara, síntesis de lo cómico y lo trágico, compendio de nuestras locuras y desparpajos políticos que vibran en los aires de nuestra atmósfera social. Pregonando siempre luchas sangrientas, odios imposibles, altaneras ambiciones, irrisorias pantomimas cuyas finalidades han sido la satisfacción personal de un hombre, de un grupo, de un partido. De ahí mi opinión sincera acerca de la enseñanza de la historia patria, tal y como se enseña ella de memoria en nuestros planteles docentes: que es perjudicial a la salud moral del niño y que más bien contribuye a corromperlo que a conducirlo de la mano camino del civilismo alto y grande.

Fuera de la labor gloriosa de los independizadores y de los restauradores de la patria y de uno que otro hecho notable, el resto de nuestra historia política sólo sirve para ser arrojado al fuego.

Una caterva de desvergüenzas e insensateces, intonsos y desfachatados, llena las páginas de nuestra historia. No hay en toda ella un carácter, un estadista, un civilista digno de ser conservado su nombre como gloria legítima de la más hermosa tierra que descubriera el genio inmenso de esclarecido genovés.

Viciados por el lote anárquico de errores políticos que la colonización nos legara, no hemos tenido nunca un gesto serio y sabio que nos presentara a la consideración de nuestros vecinos, del otro lado de los mares, como pueblo capaz de vivir la vida de la democracia, con juicio suficiente para comportarnos como lo demanda el credo de la moderna civilización.

De tumbo en tumbo iba la débil barquilla de la patria por sobre el océano de las pasiones encrespadas, sin contar en su desolada ruta un faro amigo que desde la costa le iluminara el sendero. Y así vivimos por más de diez largos lustros: derrochando sangre y dinero en provecho de nuestras torpes pasiones; engañando descaradamente al extranjero; rompiéndonos la crisma los unos a los otros por disputarnos el poder; disponiendo a nuestro antojo y capricho de la vida ajena, vilipendiando el derecho, levantando cadalsos, supliciando ciudadanos en las oscuras y húmedas mazmorras del Homenaje, ultrajando las instituciones y llevando, en fin, el luto y el llanto a nuestros buenos hogares.

Y de vez en cuando, como raros meteoros que aparecen por ramos de Pascuas sobre las llanuras infinitas de los cielos, uno que otro espíritu honrado que pugnara por echar abajo tal estado de cosas, espíritus rectos; pero sin prestigio, sin condiciones de carácter capaces de haberlos trepado en el poder para que pudieran librar campaña legalista contra tanta depravación política que hizo de la República un despreciable estercolero desde donde irguióse insolente, hecho poder, todo lo que hiede, todo lo que sobra, todo lo que infecta y corrompe a las naciones.

De todo eso ¡oh dolor! está llena la historia política nuestra; pero como todo pueblo está sujeto a las leyes del progreso, y ninguno puede sustraerse a sus mandatos imperativos, el nuestro ha tenido al fin la suerte de ver llegar a tiempo la hora decisiva de su verdadera iniciación en la solución de las arduas y complejas cuestiones de la vida.

Es un hecho incontrovertible que entre nosotros no existen problemas políticos por resolver, ni religiosos, ni de razas, ni de ningún otro orden de ideas que no sean las ideas económicas. Tierra venturosa esta donde el buen Dios derramó a manos llenas todas sus gracias y en la que sólo ha faltado un poco de cordura entre sus hijos para que a estas horas fuera una nación perfectamente organizada.

No existen problemas políticos porque nuestra política (lo que hemos entendido nosotros por política) se ha reducido siempre a quítate tú para ponerme yo. No ha habido nunca partidos de principios con programa definido: rojos y azules y verdes han venido luchando por el propósito único de sostenerse en el poder a outrance, despojados de todo ideal, ocupándose unos y otros, más de sí mismos y de su propio bienestar, que de los destinos de la República y su engrandecimiento propio; sin atender con  honradez al manejo escrupulosos de las finanzas y siendo éstas las más de las veces patrimonio exclusivo de los empleados de alta jerarquía. Por eso, los contratos leoninos, las concesiones onerosas, el desbarajuste financiero que ha aniquilado y comprometido la autonomía económica del país. Por eso, las guerras fratricidas sin otro objeto que el hacerse dueños los triunfadores del manejo de las rentas del Estado; guerras desastrosas que desolaron los campos y las ciudades, sembraron el terror en las familias y el descrédito del país en extrañas tierras.

No existen problemas religiosos: porque entre el Estado y la Iglesia ha existido en todo momento la más completa armonía, y el sacerdote dominicano no es otra cosa que un ciudadano con sotana más dispuesto a la lucha ardiente y brava de nuestras contiendas políticas, que a la lucha por el triunfo del dogma religioso que representa. 

No existen problemas de razas: porque este país lo es en mayoría de negros y mestizos que se casan con nuestras blancas a medias, que no tienen blasones que defender.

El problema único, el único cierto, es el problema económico. Por eso han sido reputados de mejores, por la crisis, aquellos gobiernos que con más tino y saber han manejado rentas del Estado.

El gobierno de Buenaventura Báez, con ser un gobierno fuerte en su modus operandi, es nombrado a cada momento como ejemplo de gobierno honrado por la sencilla razón de que no se incautó las entradas del tesoro y dejó a su caída algunos miles de pesos guardados en las cajas del palacio. El gobierno de Juan Isidro Jimenes, con ser un gobierno que garantizó el ejercicio de todas las libertades públicas, es considerado como un mal gobierno porque no evitó el despilfarro de la Hacienda. El gobierno de Horacio Vásquez, que fue de arbitrariedades sin cuento, es considerado como bueno porque hubo bastante economía en la administración de dineros fiscales.

El gobierno de Alejandro Woss y Gil, que no atropelló ni fusiló a nadie, es reputado como uno de los gobiernos más malos que hemos tenido porque convirtió la Hacienda en estancia del Diablo. Tal criterio acerca de lo que se entiende por un mal gobierno, o viceversa, es bastante discutible desde el punto de la moral política; pero tiene su lógica explicación en esta verdad indiscutible: que los hombres, lo mismo que pueblos, son susceptibles de tolerarlo todo, menos que les hieran en sus intereses económicos. Si Ulises Heureaux no hubiera hecho aquella monstruosa serie de papeletas que arruinó la riqueza nacional, no hubiéramos tenido 26 de Julio.

Entiendo, sin embargo, que no basta a un gobierno, para merecer los aplausos de sus gobernados, respetar las leyes y manejar con decoro los dineros del fisco. Se necesita de algo más: que las rentas sean invertidas sabiamente, de tal suerte que la riqueza pública se aumente, que las deudas contraídas por el país caminen en pos de su redención, que la agricultura sea favorecida, garantizado el comercio, bien remunerados los servicios y ampliamente protegido el trabajo en sus múltiples manifestaciones.

Desgraciadamente, ninguno de los gobiernos enumerados tuvo la fortuna de tener frente al Ministerio de Hacienda un secretario que a presencia de aquellas situaciones caóticas hubiera hecho el estudio competente del maremágnum económico escogiendo, entre los puntos más necesarios de resolver, los más posibles de ser dilucidados en bien del Estado y del país. Nada de eso. Los hubo si, honorables, ilustrados, con bastante personalidad propia; pero sin ojo de estadista y sin firmeza de espíritu suficiente para acometer la obra y desafiar después, todos los vendavales que les salen al paso a funcionarios de esta índole y que solo hombres superiores son capaces de dominar en medios tan corrompidos en política como los de estos países latinoamericanos.

Ellos no tuvieron voluntad de acero para cerrar las cajas fuertes del erario, a fin de sostener falsos prestigios militares que al faltarles el apoyo del Gobierno resultan poco menos que gallos de cazuela.

Un estadista es el que ahorra y aumenta la riqueza de un país sin acudir a procedimientos anticientíficos que solo sirven para acabar con la riqueza misma. Es aquel que frente a situaciones terribles y difíciles como las atravesadas por la República en estos últimos años, se sienta a la mesa de estudio y lápiz en mano, despeja el horizonte y salva y levanta la patria en bancarrota.”

Escrito en 1909.

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.