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Post iucundam iuventutem

El joven poeta puede transigir con el desagrado de un amigo por un poema o varios, pero siempre que reconozca el valor general de su poesía

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Post iucundam iuventutem

Para un joven poeta puede que no haya peor enemigo, poéticamente hablando, que un amigo leal, que no quiera mentirle, y mas aún si es íntimo. La poesía, a esas edades, dígase lo que se diga, está por encima de la amistad, que se quiebra al instante, o peligra, cuando aspira a ponerse por encima de la poesía. No hay joven poeta que admita, para decirlo rápido, que un amigo no quiera a su poesía. Las relaciones con los jóvenes poetas, en ese aspecto, al menos, sí que son peligrosas, como las de la novela aquella. El joven poeta puede transigir con el desagrado de un amigo por un poema o varios, pero siempre que reconozca el valor general de su poesía; siempre que diga que, como poeta, es bueno, y lo anime a seguir. Eso para no hablar de la elaboración misma del poema (del acto escritural como diría un amante, no de lo poético, sino de la poética) terreno en que el poeta, joven o viejo, no admite intromisiones.

Los pintores y los músicos, por ejemplo, se prestan más a la colaboración de terceros, actúan o reaccionan, hasta donde se me alcanza, de manera distinta. Pintan y componen, cambian y tachan, digamos que con más autonomía y flexibilidad, más en dominio de sus voliciones, y por eso a menudo admiten opiniones que en cierto modo influyen en el resultado y hasta lo modifican. Pero el poeta no. El poeta es un orate, o un poseído por no se sabe todavía qué fuerzas, y no acepta, en general, en medio del proceso, más manipulaciones que las propias. Nadie puede parar a un poeta, si acaso le es posible, en el momento de escribir un poema (como sí ocurre a ratos con músicos o pintores), y proponerle o sugerirle el contenido del verso que está punto de venirle y no le viene. No hay poesía a cuatro manos, como no sea un ensamblaje pastichoso de esos que nunca llevan a ninguna parte, estéticamente hablando. O un juego, que también; yo lo he jugado a veces. Fulano dice un verso y yo digo el siguiente, y así hasta terminar el poema, por lo habitual un tollo. Hasta novelas y obras de teatro se escriben entre dos, y entre más, pero la poesía no. Yo no conozco un caso, relevante, quiero decir, aunque de todo haya.

En lo que sí me reafirmo es en que el poeta se enfrenta a su emoción solo, y a solas le da forma. Puede que deje un poema a medio talle y lo retome luego, o que, tras redactarlo por completo, lo retoque, llegando en esta fase al grado de admitir sugerencias, como las que le hizo el padre de Borges a Borges, que, por cariño, las incorporó todas. Pero a ninguno se le ocurre darle a leer a nadie, digamos, los versos de un poema inacabado para que se lo termine o lo ayude a terminarlo. Es verdad que los tiempos son otros y que ahora puede uno tropezarse con cualquier cambio de hábitos o de práctica, pero aun así. Los poetas son únicos en su género y repito que no hay peor enemigo para ellos, cuando jóvenes, que un amigo sincero que les dé su mano franca. Cuántos poemas malos no se han publicado porque un amigo le dijo a un poeta, para no herir su ego ni dañar la amistad, que eran buenos, sin serlo. Muchísimos, sin duda. Y mejor, en el fondo, si lo consideramos desde la amistad, porque para un joven poeta, en su particular jerarquía emocional, no hay discusión, como ya he apuntado, en cuanto a qué va antes, si la sinceridad a que obliga el afecto, o la poesía a que se halla entregado, y no toleraría que le dijeran lo que realmente se piensa de las poesías que escribe y menos todavía de su categoría como poeta, si no es buena, sin romper el vínculo que lo une al opinante.

Yo no hablo por hablar, sino por experiencia propia, porque tuve una vez un amigo que, pese a saber bien lo que es un buen poema, por salvar la amistad que nos unía, que era muy grande, actuó fingidamente y me hizo cometer uno de los más singulares errores de mi vida, tan repleta de ellos. Ello fue que al cumplir veinte años, inmortal como era, un superhéroe, se me metió en la cabeza reunir lo que había escrito y, además, publicarlo. Primeras palabras se titulaba el dichoso poemario y lo hice precisamente porque el amigo de marras, que era de esos que no te quieren perder por una tontería —como serte sincero—, cuando se lo dí a leer para que me dijera si podía publicarlo, o no, paso importante, estuvo días rumiándolo (suponía yo) y al final me dio el sí, el nihil obstat que no debió jamás.

No les voy a contar lo que vino después, salvo el final, con algo de preámbulo, para no ser abrupto. Durante años arrastré los dichosos paquetes con los dichosos ejemplares, un folleto, en realidad, por pensiones sin fin, hoteluchos de quinta y apartamentos compartidos con compañeros de escaso caudal y siempre mucha hambre, como yo (nos lo comíamos todo), sufriendo por el hecho de saber que en mi atolondramiento ya había repartido unos poemas que, si debí escribir (era el aprendizaje) no debí publicar por nada de este mundo. Mientras me concentraba en esconder de miradas curiosas mis paquetes (muy bien hechos, por cierto, en la imprenta de un poeta impresor al que quise muchísimo) hasta me hice una lista de las personas que ya tenían un ejemplar, todas conocidas, para recuperarlos y destruirlos como se merecían.

Pero no hay cosa más cerca de lo eterno que lo impreso. Se necesitan años, décadas, centurias, milenios para que lo que alguien puso sobre papel desaparezca de la faz de la tierra. De hecho, casi nunca no lo hace. Es el hombre (y la mujer, aunque más el primero) el que se empeña en su eliminación, empleando para ello los medios más diversos. Y ni así, en realidad, pues el hombre también se ocupa de salvarlos, como hace en el presente con los animales en vía de extinción, búfalos y demás. No hay especie, en resumen, que cueste tanto destruir como la de los libros que no debieron publicarse nunca, como aquel de mis dolores. No hay cambio climático que pueda con ellos. Viene un desastre nuclear y primero se pierde la Biblia o el Quijote o Los miserables, o Compadre Mon, o Fortunata y Jacinta, o Ulises, o la Divina Comedia (cito a voleo) que la enorme cantidad de paparruchas que tantos jóvenes escritores en sazón, y no solo poetas, también los de otros géneros, se empecinan en dar a la estampa antes de tiempo para después andar por ahí deseando que nadie les recuerde el desatino.

A mí, para consolarme, no me valió de nada ni siquiera saber que Neruda, el gran Neruda, había pasado por algo similar, un libro que jamás se volvió a publicar y que no incluyó nunca, que yo sepa, en ninguna de las colecciones de su magna poesía. También él, con todo y ser el que era, cayó en la trampa de pisar a destiempo. Con la gran diferencia de que, seguramente, él no le dio importancia al detalle (yo tampoco, en el fondo; se trataba, más bien, de una cuestión de conciencia crítica) y a mí, en cambio, el malestar me acompañó durante varios años. Al menos hasta el día que alquilé una casita en medio de un viñedo por el que, en las noches de luna, solía pasear hartándome de uvas, antes de descubrir que había dado con el sitio ideal para lo que venía deseando desde el momento mismo de la publicación de mi opera prima. Tenía un jardín pequeño y un terreno baldío, también pequeño, donde de noche los gatos se apareaban y maullaban y donde, sin dudar un segundo, tomé la decisión de consumar el merecido sacrificio. Todavía recuerdo el humo de la hoguera, la mezcla de mal papel, sarmientos y hasta pámpanos ardiendo sin cesar y las chispas alegres y el olor como a uva arrepentida que me envolvió esa vez. Todo por un amigo que no quiso decirle la verdad, por temor a perderlo como tal, al poeta con demasiada prisa que era yo en aquel tiempo. Todavía nos reímos (porque, naturalmente, seguimos siendo amigos) al recordar la anécdota.

Pero no hay cosa más cerca de lo eterno que lo impreso. Se necesitan años, décadas, centurias, milenios para que lo que alguien puso sobre papel desaparezca de la faz de la tierra. De hecho, casi nunca no lo hace. Es el hombre (y la mujer, aunque más el primero) el que se empeña en su eliminación, empleando para ello los medios más diversos.


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Escritor, profesor y diplomático dominicano.