Trúcamelo
El hombre se ocupaba de los aspectos referentes al libro y al mercado del libro, una faceta de la literatura a la que los estudiosos de la época no le prestaban demasiada atención, pero que a mí (sociólogo frustrado), me interesaba mucho
Había una vez un profesor llamado Robert Escarpit, que murió el otro día, como quien dice, y se dio a conocer porque tenía una visión muy técnica de la literatura. Era también un escritor notable, pero yo, que lo leí y lo estudié (aunque ya no me acuerdo de casi nada de lo que leí ni de lo que estudié, no solo de Escarpit; uno al final es como el resultado de un acúmulo ignoto) lo recuerdo por lo práctico que era en una época en la que todo el mundo teorizaba en exceso. A lo mejor él también teorizaba, en su reconocida condición de marxista o de paramarxista, y soy yo el que tampoco se acuerda bien de eso. El hombre se ocupaba de los aspectos referentes al libro y al mercado del libro, una faceta de la literatura a la que los estudiosos de la época no le prestaban demasiada atención, pero que a mí (sociólogo frustrado), me interesaba mucho. Ya no. Ya me da igual. Y no por cansancio ni por viejo, sino porque desde que se descubre que la vida no es más que un vendaval que carece de leyes se tiende más a verla como el cruce del tiempo y el azar, tal como suena, y todo viene a darte más o menos lo mismo. El caso, en cualquier caso, es que el hombre hizo escuela con sus estadísticas y su consideración del libro, además de como obra, como bien de consumo. Desde entonces tengo una perspectiva de lo que se escribe que procuro apartar de la que el mercado nos pretende imponer respecto a los autores y a los libros en sí. Eso que me quedó del bueno de Escarpit.
La literatura vive sometida a los dictámenes de una mercadología que no está lejos de la de los jabones y los desodorantes. Todos sabemos cuáles son los más famosos, aunque no usemos esos, sino otros, o ninguno. No afirmo que esto fuera lo establecido por Escarpit, entre otras cosas, porque, como acabo de confesar, lo he olvidado, o ya no me interesa como antes. A lo mejor lo que digo tiene que ver muy poco, si no nada, con sus planteamientos, pero me viene de él (pobre Escarpit, ya muerto), e insisto en que me sirve para tener una visión en cierto modo aséptica de lo que significa un texto en un contexto, un libro entre libros, un autor frente a otros y también, cómo no, de los lectores. De estos hay mucho que decir, además de que escasean, como todos sabemos, y forman una escala que va desde el simple aficionado, que se lee cualquier cosa que alguien le recomiende, hasta el más concienzudo, y no es asunto de reparar ahora en su variada manera de abordar la lectura. Algunos son más maniáticos del libro --sin que se les pueda catalogar de bibliófilos, stricto sensu--, que de leer, un espécimen híbrido de lo más singular que pueda imaginarse. Yo conocí a uno que me simpatizaba realmente muy poco, no porque leyera mucho, sino porque compraba libros y más libros, sin ser coleccionista, por placer, una extraña dolencia, y a mí se me ponían los dientes grandes, como al lobo lector que siempre he sido, ante su biblioteca extraordinaria, hecha de novedades y de clásicos que yo hubiera querido devorar poco a poco si me hubiera dejado. Pero no nos dejaba (porque no era yo el único, había otros lletraferits, como yo, si no más; qué grupo aquel); solo los exhibía, el puñetero, que encima se jactaba de su poder de compra bibliofílica.
Yo nunca he sabido qué tipo de lector soy o he llegado a ser. Pero confieso que pertenezco al grupo de los que desearían leerlo todo. Ya no sé quién exclamó “qué lastima, con lo que me faltaba por leer”, el día que le anunciaron su muerte ya cercana. Pues así yo, como ese, sabiendo que se trata de un deseo imposible, insaciable, que tiene sus aristas y hace unas trampas que, si no estás atento, te conducen al desorden más completo. Terminas leyendo vete tú a saber qué. En un ensayo confesional de Ortega, al que nunca he dejado de admirar, supe que en una época se propuso leer ocho horas diarias (o quizás fueran seis, dos menos) y que lo hizo, y me dije a mí mismo “yo también”, y me puse, y lo hice. No sé si fue por igualarlo (por lo menos en eso), o porque tenía tiempo y, cuando no leía, me aburría demasiado. Fue un año espléndido, de todas la maneras, lo puedo asegurar.
Todo esto lo digo por lo que iba a decir, que no me viene ahora a la cabeza, pero que, según creo, tiene que ver con dos errores de percepción que comete la gente con relación al libro y a los escritores. Uno, el de confundir la fama de un autor con la calidad que esa misma fama se encarga de atribuirle; otro, el de hacer lo mismo con el renombre de otro y el número de sus lectores. Los dos van de la mano y son, probablemente, incorregibles. Pero los que hemos trabajado por un tiempo en la industria editorial sabemos que no hay tal. Hay escritores de los que se puede creer que han vendido cientos de miles de ejemplares. No son muchos. Quitando algún bestseller en sociedades grandes, uno que otro gigante, como García Márquez. Pero lograr que se te vendan, digamos, diez mil, en cualquier sitio, es una hazaña ciertamente difícil. Aquí, por ejemplo, es imposible. No hay mercado. Si logras vender mil, da muchas gracias a quien sea por el logro.
Eso para no hablar de los libros de fama universal y del escaso número de lectores que tienen, que parece lo mismo, pero que no lo es. ¿Cuántos no especializados y debidamente entrenados han podido con esa maravilla que es La montaña mágica, de Mann? Una pregunta maliciosa e incómoda, ya lo sé, pero ¿cuántos? ¿Cuántos escritores, no ya lectores, han leído, no menciono a Quevedo, que contados, sino a Joyce, a su Ulises, del que viven hablando? Otro día, si desean, tertuliamos acerca de lo muchísimo que nos ha marcado a todos este último, al que tan pocos, sin embargo, han leído; de qué medios se ha valido la propia literatura para que nadie que narre lo que sea pueda considerarse libre de esa influencia. Pero, por hoy, es cuanto. Dejo para lo último, ya a modo de resumen, que hay en la literatura una multiplicidad de espejismos y molestosos relampagueos que la convierten, para la mayoría, en una especie de juego de salón o de azar que no pasa del entretenimiento y pocas veces llega al puro goce estético, el cual, en general, ni siquiera se busca. Solo unos pocos se empeñan en lograrlo. No lo digo con pena ni con nada. Lo digo por si a alguien no se le había ocurrido y desea perder tiempo pensándolo un poquito. Al fin y al cabo la literatura es lengua y la lengua, como dije hace poco, en otro sitio, es lo único que no querría perder si alguien me amenazara con quitármelo todo.