Volar chichigua en tiempos de cuarentena
Volar chichigua en techos de edificaciones y donde hay cables eléctricos es peligroso. Una persona puede caer o electrocutarse, causándose heridas que pueden ocasionarle la muerte. Esta historia no pretende motivar el vuelo de chichiguas de manera peligrosa.
Un grupo de venezolanos se ha integrado a la comunidad dominicana del barrio Los Minas Sur mediante el vuelo de chichiguas o papalotes.
Es el día 12 del toque de queda impuesto el 20 de marzo por el Gobierno dominicano para evitar la propagación del coronavirus en el país.
La restricción se inicia a las 5 de la tarde, y desde esa hora, hasta las 6 de la mañana del día siguiente, todos deben quedarse en sus casas.
Suena la sirena de los bomberos y con ella se escucha decir a la jefa de redacción del periódico: “¡Fotógrafos... salgan a realizar un recorrido por la ciudad!”.
Tomo mis equipos, busco un chofer y salgo hacia la calle. Mi meta: visitar unos cuantos barrios de Santo Domingo esperando encontrar la historia de la tarde. Con suerte, una positiva, que aliviane el peso de estar tantos días en casa y, encima, escuchando el rápido avance de la pandemia COVID-19.
Transitando por la avenida 27 de Febrero, una vía corazón del Distrito Nacional, observo una ciudad despejada y con muchos retenes policiales.
Primera parada: la Ciénaga. Allí no encuentro mucho. Apenas un par de fotos de una patrulla motorizada que pasaba y ya está. Me retiro.
Cruzamos el puente Francisco del Rosario Sánchez, continuamos por la avenida San Vicente de Paúl y giramos hacia la derecha en la calle Juan Pablo Duarte. Observamos el mismo panorama que en el otro barrio: calles vacías, a excepción de un señor que alcanzo a ver más a delante.
Me desmonto de la camioneta, tomo mi cámara y me le acerco. Justo al centro de la calle golpea un halo de luz del sol en dirección oeste-este. El señor pasa por allí, el sol le golpea a contraluz. Oprimo el disparador y reviso la foto.
¿Lo sigo? ¿Conseguiré algo?, me pregunto. “No, esto no da para más”, pienso.
Bajo la cámara, y desde la azotea de un edificio detrás de mí, dos adolescentes me gritan: “¡Tírame una foto!”. Les sonrío y se las hago. Trato de llegar a donde ellos para enseñárselas.
Al llegar al edificio les grito: ¡Hey!, ¿por donde subo? “¡Sube por aquí detrás! ¡Cuidado, que el edificio esta en construcción y te puedes caer!”, me responden.
Subo por las escaleras hasta el tercer nivel, que es la misma azotea.
Al estar ya arriba con ellos, les muestro la foto. Nos reímos y me dispongo a bajar, pero ¡oh, sorpresa! Levanto la mirada al cielo y todo estaba colmado de chichiguas. Tenía más de 10 años que no veía tantas volando juntas. Habían más de 200 en el aire, como poco.
Levanto mi cámara, cambio mi lente a un teleobjetivo y hago un par de tomas a aquellas artesanías voladoras tan entretenidas, hechas de papel o fundas y bridas de palos (que nosotros llamamos pendones), y cola hecha de tela.
Vuelvo y coloco el lente angular e intento capturar alguna que muestre aquel atardecer dorado y colmado de cometas.
Antes de bajar, visualizo unos cuantos jóvenes más adultos que están volando las suyas. Les hago unas fotos, me despido y bajo a la calle.
Mientras camino, pido en algunas de aquellas casas que me den la oportunidad de pasar y hacer unas capturas para el periódico. No tengo éxito en ninguno de los intentos.
Busco al chofer, me monto en el vehículo y damos unas cuantas vueltas por el sector. “¡Allá!”, le digo, “dobla por la siguiente calle a la izquierda”.
Era la calle 14 en Los Mina Sur. El sol golpeaba a un edificio de número 37. Sobre él había un par de niños, un adolescente y dos hombres adultos con sus cometas en el cielo. “¿Puedo subir?”, les pregunto. “Sí, ¡dale, sube!”, me responden.
“¡Hola!”, los saludo. “Gracias por permitirme subir. Quisiera hacerles unas fotos para mi historia. ¿Están de acuerdo?”. “Seguro chamo, no hay problema”, me dicen.
Luego que ya tengo un par de fotos, empiezo a hablar con ellos para conocerlos y romper un poco la tensión de tener una cámara frente a ellos.
—Ustedes son venezolanos, ¿no?
—Sí, somos ocho entre los niños, mi cuñada y amigos
—¿Y cuánto tiempo llevan viviendo aquí?
—Acá tenemos tres años. Bueno, mis hijos realmente tienen dos años que vinieron.
—¿Y cómo les va en la comunidad? ¿Se llevan bien con sus vecinos dominicanos?
—Bueno, la verdad es que no nos conocíamos mucho. Nos hemos venido a conocer bien realmente ahora, con esto de volar papalotes en las tardes... Pero todo va muy bien.
—¿Desde cuanto están haciendo esto en las tardes por aquí?
— Ufff... Todas las tardes, después de las tres, subimos a volar. Este chamito es vecino de acá; él nos llama y subimos juntos todos hasta las 6-7 de la noche.
—Veo muchos en sus techos. Desde aquí alcanzo a ver niños, adolescentes, jóvenes, adultos, mujeres y hasta ancianos volando, como este de la casa acá al lado.
— ¡Sí! Aquí la pasamos fino. Si supieras que en la mañana me encontré a este vecino de enfrente en el supermercado y me dijo: ¡Hey, chamo!, ¡nos vemos en la tarde! ¡Acuérdate de subir a volar la chichigua! Y yo le dije: ¡Claro!, ¡seguro, ahorita nos vemos! Desde que subimos les gritamos de broma: ¡Hey, dominicano! Y ellos nos devuelven ¡Epa, chamo! Aquí la pasamos muy bien.
Juan Andrés, de 29 años, padre de Diego Isaac, de 9, e Ivana Sussex, de 6, acompaña a sus hijos a volar cometas junto a sus vecinos dominicanos en el barrio Los Mina Sur en Santo Domingo Este.
Todos suben al techo de sus casas a volar cometas y compartir, durante el toque de queda por el coronavirus, encontrando la manera de aliviar la cuarentena.
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