Memoria de lo cotidiano
El universo de las palabras que el árabe le regaló a nuestra lengua parece no agotarse
El rico universo de las palabras que el árabe le regaló a nuestra lengua parece no agotarse; desde la guerra y la conquista al dominio del agua, del cultivo de la tierra al cuidado primoroso de jardines que emulan el paraíso.
La labor artesanal nos ha dejado muchas huellas en forma de palabras. La tarea, del árabe taríha, sigue significando para nosotros el trabajo que debe hacerse. Bien puede ser el quehacer del joyero, que se afana con delicadeza en ajorcas, del árabe assúrka, o alfileres, del árabe alhilál; o que labra con maestría el valioso marfil, del árabe hispano azm alfíl, que significaba ‘hueso de elefante’, o que engarza en unos pendientes unos delicados aljófares, del árabe algáwhar ‘perla’. Basta releer a los poetas clásicos para encontrarnos ese mismo aljófar referido a las gotas de sudor o a las lágrimas en el rostro de una mujer, o al rocío que cubre la hierba o los pétalos de una flor.
También los alfareros daban forma en sus alfahares, del árabe alfahhár ‘cerámica, alfarería’, a cotidianas tazas y jarras. El árabe tomó del persa la palabra tast ‘cuenco’ para crear su tássa, que acabó convertida en nuestra taza. Del árabe hispano gárra tomó el español la palabra jarra. Apreciamos la influencia árabe en el gusto por los azulejos, del árabe azzuláyga, losas coloridas y luminosas con las que maestros albañiles, del árabe hispano albanní, daban personalidad a suelos y tabiques, del árabe hispano tasbík. Desde la Córdoba omeya o la Granada nazarí hasta cualquier pequeña aldea (del árabe hispano addáya) o cualquier perdido arrabal (del árabe hispano arrabád), desde el alféizar de las ventanas (del árabe hispano alháyza) hasta las imprescindibles alcantarillas (del árabe hispano alqántara) encontramos vestigios del quehacer artesano.
Al cruzar la puerta de la más humilde vivienda nos llegan los aromas de la vida; unas sabrosas albóndigas, cuya denominación hemos heredado del árabe hispano albúnduqa, y que el árabe clásico tomó de la expresión griega káryon pontikón, con la que los griegos se referían a la nuez. El parecido en la forma hizo que se relacionaran nueces y albóndigas. El arrope y el almíbar (de los árabes arrúbb y almíba) son imprescindibles en cualquier dulce que se precie. Del árabe saráb vienen también, aunque atravesando distintos caminos, jarabe y sirope.
Los aromas de la vida y la familia forman parte del hogar, como tantos trastes que nos sirven a diario y que llevan con ellos las palabras que los nombran; el ajuar, del árabe hispano assuwár, que las novias atesoraban cuidadosamente (¿todavía lo hacen?). Almohadas y alfombras (de almuhádda y alhánbal) nos hacen la vida más cómoda. Las aljofainas, parecidas a nuestras poncheras, alcuzas y almireces son los herederos de los árabes algufáyna, alkúza y almihráz. El almirez es un precioso cuenco de metal usado para moler dentro de él semillas, especias o hierbas. Con otros materiales y otras procedencias para sus nombres nuestra lengua atesora hoy los preciosos sinónimos parciales mortero, pilón o molcajete.
La riqueza de la vida diaria, de sus formas, olores y sabores, lleva emparejada la riqueza de las palabras que sirven para nombrar lo cotidiano, aquello que nos acompaña día a día y que guarda algunas palabras antiguas que preservan la memoria de siglos de cultura compartida.
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