Cuando de abuelas se trata

Abuelita era una mujer hermosa. Viví a su lado gran parte de mi infancia y adolescencia, aprendí las mejores lecciones de mi vida

Ella me enseñó que solo el amor es lo más importante y eso no lo hizo con palabras. (Shutterstock)

Hoy que estoy en esa década donde veía a mi abuelita muy anciana no dejo de recordar tantas anécdotas. Tuve dos abuelas, una corsa y la otra dominicana. Paulina la afrancesada era silenciosa, misteriosa y tranquila. Apenas salía de su habitación y cuando lo hacía, eran pasadas las seis de la tarde cuando completamente maquillada y elegante, cenaba y se sentaba en el balcón a ver las estrellas. La otra, Marina, a diferencia de la primera, era la fiesta encarnada. De la primera no hablaré hoy, aunque hay mucho que decir, ya puedo interpretar sus silencios, pero es a la abuela celebración que quiero dedicarle unas líneas.

La rutina de mi abuela Marina era siempre la misma, levantada desde el amanecer, su libro de oraciones en francés, ella había estudiado en Paris y desde niña había estado en escuela con monjas, luego preparaba el desayuno, hacía su propio pan o yaniqueque, su versión deliciosa, y decidía lo que cocinaría al mediodía donde todos sus hijos de una u otra manera pasarían a probar un bocado, algunos se quedaban a almorzar y siempre decía: “aquí se tiene hambre hasta que haya comida cuando se acaba, quedan todos satisfechos”, regla respetada por hijos, nietos y bisnietos y hasta algunos vecinos.

Abuelita, así la llamaban todos menos sus hijos, que, claro, le decían Mamá. Cuando cumplía años era obligatorio pasar a verla y llevarle un regalito. Jabones, polvos, cortes de medio luto o luto completo, esta abuela desde que murió su marido, Papache, así lo llamábamos todos, opto por llevar su dolor en el vestuario de cada día y jamás usó colores estridentes que desafiaran esa pérdida entrañable.

Una tarde, cansada de que le regalaran tantos aditamentos para la limpieza, dejó caer que ya ella no tenía tiempo para bañarse ni empolvarse tanto y que su armario parecía una farmacia de tantos regalos acumulados, que agradecería que no le llevaran nada envuelto y sí sobrecitos donde cada quien de acuerdo a sus posibilidades pusiera una discreta donación, dinero que ella luego repartía entre aquellos que lo necesitaran. Siempre fue una mujer muy generosa, pues le encantaba socorrer a aquellos de sus hijos que no siempre estuvieron en condiciones óptimas.

Abuelita era una mujer hermosa. Viví a su lado gran parte de mi infancia y adolescencia, aprendí las mejores lecciones de mi vida. Ella me enseñó que solo el amor es lo más importante y eso no lo hizo con palabras, sino con su actitud ante la vida. De una inteligencia natural celebro la vida como pocas personas sacándole el jugo a cada segundo de su existencia. Me enseñó que la felicidad no está en el tener, sino en el saber vivir con lo que se tiene sin envidar a los demás.

Cada año decía que iba a ser el último y diciendo esto vivió hasta los 94. De cada dolor se levantó triunfante, de cada ciclón emocional su fe la hizo seguir adelante, la palabra miedo la desterró de su vocabulario y siempre insistió que la familia es el gran poder para vencer lo difícil de la existencia.

Aprendí.

Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.