El lenguaje inclusivo de la discapacidad

El poder del lenguaje en la lucha por la inclusión

Del prejuicio a la dignidad, el rol del lenguaje en la inclusión. (Shutterstock)

La lucha de las personas con discapacidad por sus derechos y dignidad atraviesa varios siglos. Desde aquellos remotos tiempos en que fue considerada enfermedad por la ciencia y, por la gente común, castigo a los padres por su vida pecaminosa, la discapacidad ha debido desbrozar el camino de una tupida maleza de prejuicios.

El lenguaje ha concretado esos prejuicios en la práctica humana y reproducido la discriminación que él mismo vehicula. Porque, como dice la teoría lingüística y repite el razonamiento lego influenciado por ella, el lenguaje es performativo: no solo dice sino que también crea realidades e impacta nuestras vidas y nuestra manera de ver el mundo y a las personas.

En el caso de la discapacidad, el actual enfoque psicosocial y de derechos batalla en el campo del lenguaje con igual énfasis que en el terapéutico. En versión simple, esta opción remite a la necesidad de disociar a la persona de su condición; es decir, a la necesidad de desmontar la imagen que el lenguaje discriminatorio proyectaba (sigue proyectando) de la persona con discapacidad; imagen que terminó incorporada al imaginario social y personal.

Cuando decimos «tullido», «inválido», «mongólico» o «retrasado», no estamos refiriéndonos a la «enfermedad» sino a la persona; estamos situándola en un espacio que no es el nuestro, hablando desde una perspectiva que no la concierne, que la expulsa a la periferia social y no la reconoce como sujeto de derecho, incluido el de ser respetada en su individualidad.

A fomentar esta discriminación contribuyó notablemente el mencionado enfoque médico que consideraba la discapacidad una patología y, por tanto, un defecto del individuo. Este diagnóstico validó durante largo tiempo las prácticas capacitistas, prejuiciosas por naturaleza, que ignoraban el papel de la sociedad en la construcción del «discapacitado».

Desde entonces, mucha agua ha pasado bajo los puentes del lenguaje que nombra las discapacidades. Hoy es cada vez más difícil defender su neutralidad en aras del purismo gramatical. Porque no es inocente, sino performativo, cambiarlo es cambiar la percepción que el hablante tiene sobre las personas con discapacidad.

Sustituir el adjetivo «discapacitado» (el prefijo «dis-» tiene, entre otras acepciones, «anomalía»), por persona con discapacidad no es edulcorar lo que millones viven y sufren en el mundo. Ni una necedad de la corrección política. Es, simplemente, admitir la diversidad de la especie humana; que hay gente que vive con determinadas condiciones que no son las más comunes, pero que no por ello carece de identidad.

El lenguaje inclusivo de la discapacidad no pretende ocultar, por ejemplo, que una condición grave, como sería la parálisis cerebral cuadripléjica, reduce al mínimo el potencial de desarrollo de quienes la portan. Muy por el contrario: reconoce la condición pero antepone la persona a su grado de afectación. Separa el trigo de la paja.

Persigue que «el tullido», «el mongólico», «el débil mental», «el minusválido», etcétera, sean conocidos y reconocidos por y en su condición de sujeto, y no por sus limitaciones motoras o intelectuales o de otro tipo. Persigue, en definitiva, que sean ciudadanos de pleno derecho y no «anomalías» de la naturaleza y un peso social muerto.