Afanes y resistencias
El futuro de la Constitución dominicana, entre la esperanza y la incertidumbre
El más reciente parteaguas en la historia constitucional dominicana se dio un martes sin lluvia y después de una grave crisis económica, un despelote bancario de efecto sistémico, un rescatable periodo de estabilidad política y una ronda virtuosa de consultas populares. Corrían los últimos compases del mes de enero cuando se proclamó un texto cuyos términos finales solo se definirían después de sucesivas discusiones asamblearias. Con todo, y sin menospreciar los desacuerdos que se dieron, la evidencia disponible sugiere cierto ánimo esperanzado entre quienes participaron de aquella reforma. A juzgar por los semblantes que salieron del acto de proclamación, lo que por entonces se plasmó en papel tenía un peso determinante. Para algunos, un hito inolvidable. La Constitución que necesitaba el pueblo, se dijo.
De eso hace ya 15 años y algo más. La Constitución dominicana de 2010 cumple década y media al mando del proyecto socio-político que ella misma consagra: una estrategia con vocación transformadora cimentada en distintos espacios de libertad que se insertan en un Estado (social, democrático y de Derecho) que en sí mismo comporta una apuesta contundente por el equilibrio en el ejercicio del poder, el pluralismo participativo como contorno necesario para su acceso, una nueva distribución institucional y un igualmente novedoso reparto de los frenos y controles llamados a disuadir los excesos y atropellos de antaño. Semejante empresa, por sí sola, es una gran conquista.
Aunque valiosísimo (por el presente en que nació y por el horizonte que dejó planteado), aquel texto no resultó ser una obra inmaculada. Cabe especular que tampoco se pensó así: como bien hizo en recordar Reinaldo Pared, a la sazón presidente del Senado, la Constitución que entonces entró en vigor nació perfectible –como toda obra humana—. En tanto tal, requiere un esfuerzo continuo, constante y consciente que alimente y retroalimente la singular ruta colectiva que ella traza. El compromiso, en este punto, es necesariamente individual y colectivo; es público y a la vez privado; va de abajo hacia arriba y de izquierda a derecha. En fin, se extiende por todas partes, se cierne sobre cada espacio.
Desde entonces, la Constitución ha recibido una variedad de impulsos y shocks, muchos de ellos profundamente asociados a su más íntima filosofía; estímulos que, acaso por ello, no han tardado en integrarse a gran parte del pensamiento colectivo. Quizá eso sirva para explicar que el constitucionalismo de hoy no es (ni por asomo) el mismo de ayer. El entendimiento social sobre el rol de la Constitución, sus dimensiones y su función vital, además de haber suministrado una perspectiva vanguardista para la defensa de los derechos y la preservación del equilibrio en el poder, ha sentado las bases para una nueva cultura jurídica entre nosotros.
Esto último presupone una cuestión que se antoja relevante: que los procesos políticos, y también los constituyentes (¿o constitucionalizantes?), no solo se componen a partir de lo que está dicho o escrito sino también en función de como se piensa, es decir, del archivo intelectual y espiritual que se agazapa tras el discurso y el performance. Puede que a eso se refiriera Gustavo Zagrebelsky cuando reflexionó sobre la importancia condicionante de las teorías, ideas y concepciones que intervienen en la operatividad de las instituciones jurídicas. También ocurre en el entorno político: muchas veces, captar el verdadero sentido de los hechos y coyunturas políticas precisamente pasa por atender al repertorio cultural y folclórico del cual abreva el sistema.
Así que las nociones y conceptos que se construyen alrededor de las instituciones jurídicas y políticas también son variables relevantes a la hora de rastrear los signos vitales del mapa político y del sistema normativo. Si suena elemental, quizá es porque lo es. En cualquier caso, esa constatación permite captar de mejor manera las pulsiones, patologías y sutilezas que suelen incidir en los sistemas jurídicos y políticos.
Todo esto viene a cuento porque parece estar en marcha una tendencia más o menos perceptible hacia la revisión (en el mejor de los casos) o la impugnación (en su versión más cruda) de parte de los fundamentos que nutrieron la Constitución de 2010. El examen de esa corriente convoca discusiones imposibles de resumir en un espacio como este. Por el momento, cabe enfocarse en el efecto compuesto de ciertos conceptos y determinadas concepciones que hoy parecen anidar en el sistema jurídico. En efecto, es este un caso en el que lo valioso es atender a la fotografía completa, prescindiendo momentáneamente de las trivialidades de la cotidianidad. A 15 años de aquella trascendental reforma, toca un monitoreo de cuerpo entero que permita calibrar los afanes y resistencias que con el tiempo han ido desafiando algunas de las decisiones políticas fundamentales proclamadas aquel mes de enero.
De entrada, lo de siempre: a pesar de ser el proyecto más ambicioso en la trayectoria del país en su combate a la corrupción administrativa, la Constitución dominicana de 2010, en lo que se refiere al control sobre el poder y la fiscalización sobre la gestión del erario, prefigura un estado de cosas por vivir. En este punto, el sistema de frenos al poder ha quedado especialmente malparado, no por falta de garras y colmillos, sino por falta en el desarrollo y aplicación de los mismos. A ello súmese una táctica indisimulada de laminación de las instituciones que encarnan la función constitucional de control. Hay quienes rematan la faena con una marcada preferencia centralizadora (por momentos, un auténtico afán doctrinal) que se alimenta desde distintos frentes y que permea el entorno de la Administración Pública, quebrando el espíritu nivelador que animó la reforma constitucional de 2010. Queda así planteado un poder más centralizado y, a la vez, menos (y peor) fiscalizado.
Corre en paralelo una constelación de criterios jurisprudenciales que anuncia un control de constitucionalidad especialmente escurridizo. Inadmisibilidades al margen, y más allá de los marcos temporales problemáticos, la jurisdicción constitucional proyecta un lente cada vez más estrecho y resbaladizo. Por el camino, enredos terminológicos generan ámbitos exentos de control y discusiones teóricas configuran espacios de inmunidad que parecían superados. Se ha vuelto a teorizar sobre las political questions como si la agenda de las instancias representativas no requiriese estímulo alguno en democracias como la nuestra, o como si la jurisdicción constitucional fuese un cuerpo neutro e indiferente ante el proyecto transformador de la Constitución. Por momentos, la jurisdicción constitucional parece rehuir del objetivo para el cual fue originalmente pensada. Quizá sean cosas de este autor, pero cuesta entender a quién sirve semejante derivación filosófica con respecto al control sobre el poder.
No deja de ser llamativo que, cuando ha actuado bien (por ejemplo, para impulsar la participación política), la jurisdicción constitucional ha sido sometida a un escarnio multinivel que favorece una suerte de interpelación a sus precedentes, movida entre inédita y estrafalaria que no pasa de ser la peor manera de impugnar su legitimidad en el sistema. En cualquier caso, lo verdaderamente preocupante es la lectura de la Constitución que se agazapa tras dicha impugnación: una especie de apreciación restrictiva y textualista con la cual se pretende transformar un cuerpo vivo, con una extraordinaria capacidad interpretativa y un notable fundamento pluralista, en una criatura sin vigor, esquelética, cerrada sobre sí misma y ajena a la realidad sobre la que discurre. Desde esa perspectiva, la Constitución no pasa de ser un ornamento silvestre.
Esa lectura restrictiva (de espíritu conservador) está detrás de la crítica a la reactivación constitucional de las candidaturas independientes. También se postuló como vehículo para la pasada reforma constitucional. En este último caso se verificó el que bien puede ser el gran lastre que lega esa nueva “escuela” de interpretación constitucional. Porque el precedente que ha sentado la modificación de octubre pasado es que los procedimientos de reforma constitucional admiten ponderaciones estratégicas, análisis de coste-beneficio y, finalmente, inaplicaciones conscientes. En eso finalmente desembocó otra discusión teórica que, recordemos, inició con cierto escapismo conceptual (proceso, procedimiento...) que luego se transformó en una decisión interpretativa que optó, entre todas las alternativas disponibles, por aquella lectura que menos legitimidad imprimió a la reforma.
El escenario aquí descrito no apela a tramas encubiertas o conjuras ocultas. Las señales están allí. Ocurre que, vistas aisladamente, se subestima su efecto compuesto. Tras ellas se esconden tendencias más o menos soterradas que proponen una hoja de ruta distinta a la que dibujó la reforma constitucional de 2010. Y entre esas tendencias se recrea un ánimo intelectual y espiritual que parece proponerse la revisión de los compromisos de fondo que nutrieron aquella Carta, acaso para recomponer el entorno del poder, o bien para actualizar la dimensión y magnitud de sus inmunidades. Sea una u otra la misión, la concesión se antoja costosa, máxime a la vista del equipaje que lleva a cuestas esta sociedad.
Hace un par de semanas, en una entrevista con el periódico El País, Adrien Brody habló sobre la necesidad de aprender del pasado para poder pasar página. Su reflexión apunta hacia algo trascendente: “instrumentalizar” lo vivido, usarlo a nuestro favor para no reiterarnos en el error. Algo habrá interiorizado el pensamiento colectivo tras un pasado político y jurídico como el nuestro. Así que, aún sea por puro optimismo, queda esperar que los 15 años que vienen nos encuentren envueltos en discusiones constitucionales más alineadas con nuestra experiencia colectiva.