El COVID-19. Ninguna novedad: la muerte
Hace aproximadamente cuatro meses la humanidad fue sorprendida por el virus denominado coronavirus, el cual, de conformidad con la opinión mayoritaria, se originó en los mercados de productos de la provincia China de Wuhan, desde donde sus efectos se propagaron por todo el planeta, lo que llevó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a otorgarle la categoría de pandemia. La ausencia de mecanismos de control que una vez activados puedan neutralizar, los efectos de esta epidemia, tiene a la ciencia médica en estado de efervescencia y a la comunidad creyente con su capacidad escatológica activada a su nivel máximo.
Ahora bien, independientemente del estado de conmoción e incertidumbre al que la pandemia tiene sometida a toda la sociedad, lo cierto es que ésta no constituye ninguna novedad, pues ella no es ni la primera ni será la última en atacarnos.
De la historia antigua elijo sólo dos bocetos que lo confirman: se trata de la peste de Atenas ocurrida en el siglo V a. C., la cual cuenta, dentro de sus víctimas, a dos de los hijos del célebre gobernante ateniense Pericles; y la peste ocurrida en Bizancio en los años 746-747, la cual es referida por el Premio Nobel de Literatura, Elías Canetti, en su obra: “El libro contra la muerte”, quien se sirve de un pasaje de la obra de Teófanes, Crónica Universal, que al referirse a dicha peste señala: “Aquel mismo año murieron muchas víctimas de la peste, que se inició en Sicilia y Calabria y se propagó como un incendio... a Monembasía, Grecia, y las islas aledañas” (Canetti, p. 204)
Más adelante para referirse a los efectos deletéreos que la referida peste tuvo sobre los ciudadanos, el autor, ofrece el siguiente detalle: “En medio de esa enorme desgracia decidieron hacer lo siguiente: ataban cuatro cestos a la silla de montar de las cabalgaduras y sobre ellos ponían tablas en las que sacaban a los muertos, que también eran apilados en carros. Como todos los cementerios dentro y fuera de la ciudad, así como los pozos y las cisternas secas, estaban repletos de cadáveres, no sólo se excavaron la mayoría de los viñedos, sino que también los jardines del interior de la ciudad se utilizaron para sepultar muertos. Pero no fue suficiente”. En la época actual han sido frecuentes las pestes que nos han afectado: gripe aviar, el Ébola, el virus del Sars 1, entre otros.
Tampoco la situación actual ofrece nada de excepcional ni de inaudito para esta era contemporánea, ni siquiera en este siglo, pues al decir del filósofo francés Alain Badiou esta enfermedad debería ser designada con el nombre de SARS 2, toda vez que ella es prácticamente una continuación del SARS 1, que se desarrolló durante la primavera del 2003, lo que al decir del filósofo galo, sí plantea una crítica para el sistema de salud por no haber activado, desde entonces, los mecanismos y recursos requeridos por la ciencia médica para poner a disposición de la humanidad la respuesta contra el SARS 2. Esta actitud de indiferencia quizás nos indique que ha llegado el momento de que, como dice el autor italiano, “haya que poner a la ciencia bajo la soberanía de un impulso superior que, sin destruirla, la reduzca a su condición de sierva”.
En cambio, lo que sí resulta una diferencia singular del COVID-19 por su dramatismo, al margen de la incomodidad propia del estado de aislamiento, lo constituye el proceso de transición que va desde la fase de moribundo hasta la muerte, toda vez que niega el ritual tradicional con que los dolientes viven esta etapa, porque como dice el dramaturgo francés Jean-Claude Carrièrre en su libro Fragilidad: “Antiguamente, la bella muerte era la que el moribundo recibía en su cama, como quien atiende a una visita mucho tiempo esperada, rodeado de su familia, de sus amigos, de un cura que le administraba ‘los últimos auxilios’, el viático. Al sentir que llegaba el momento del gran viaje, el moribundo se preparaba, arreglaba sus asuntos, abrazaba a los suyos, que afirmaban compartir sus sufrimientos, a la espera de poder compartir sus bienes. Tenía tiempo para juzgar la vida que dejaba atrás, sus éxitos, sus pesares, una vida que no volvería a reproducirse nunca, un acto único... Esa compasión que se siente al acompañar el moribundo, esos rezos cuajados de suspiros, de silencios, esas voces quedas, esos últimos alientos, ese pecho que ya no se levantará nunca más. En momentos así, no es la debilidad del moribundo lo que sorprende, sino, al contrario, su resistencia. La agonía -la propia palabra lo dice- es el último combate, ese que siempre perdemos”.
Sin embargo, lo que hemos visto en las conmovedoras imágenes de medios nacionales e internacionales sobre la relación que se da en esta etapa entre el moribundo y sus deudos, es que es totalmente negadora del ritual tradicional. Lo más triste y dramático tanto para los deudos como para la víctima, es que ésta muere absolutamente sola. Retomando a Carrière, es una muerte aséptica y anónima. Esta muerte no es más que una pantalla en un hospital, llena de luces que parpadean y luego se apagan, un tubo que alguien desconecta y lava, una voz que nos avisa por teléfono, una firma al pie de un papel... no lo hemos visto morir. Ahora su rostro está helado, petrificado, tiene las mandíbulas pegadas con cola, le han cerrado los ojos otras manos, no las nuestras. Ultimo combate escamoteado, pues la conciencia ya se había perdido, borrada por calmantes ineficaces. Aquí domina el sentimiento de impotencia. (Carrière, p. 16.)
En definitiva, lo anterior plantea que nuestra sociedad ha sido asediada y continuará siendo asediada por epidemias y virus, pues hace tiempo que la humanidad superó las anteriores tres fases baudrillardescas del enemigo, a saber: la del lobo, la de la rata y la del escarabajo, y nos encontramos desde hace siglos en la cuarta etapa, cuyos rasgos definidos por Jean Baudrillard son: “... el enemigo adopta por último una forma viral: El cuarto estadio lo conforman los virus; se mueven, por decirlo así, en la cuarta dimensión. Es mucho más difícil defenderse de los virus, ya que se hayan en el corazón del sistema. Se origina un enemigo fantasma que se extiende sobre todo el planeta, que se infiltra por todas partes... y que penetra todos los intersticios del poder. La violencia viral parte de aquellas singularidades que se establecen en el sistema a modo de durmientes células terroristas y tratan de destruirlo. El terrorismo como figura principal de la violencia viral consiste en una sublevación de lo singular frente a lo global” (Jean Baudrillard, citado por Bruno-Chuleta Han en: “Sociedad del cansancio”. p. 21)
Lo cierto es que no estamos en capacidad de determinar cuál es la epidemia que sucederá al COVID-19, ni cuáles serán sus efectos, pero ésta en la que nos encontramos es una situación similar a la descrita por la poeta estadounidense Emily Dickinson, en la estrofa siguiente: “Dos veces se cerró mi vida / antes de cerrarse para siempre / y queda por ver todavía / si en las postrimerías / un tercer suceso viene, / tan grande, tan ajeno a la mente humana, / como los dos que cruzaron mi sendero. / La partida es todo nuestro saber del cielo, / y para conocer el infierno, ¿qué más falta?”
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