Las cláusulas pétreas en el constitucionalismo dominicano
Cláusula pétrea y reelección ¿debe el pueblo tener la última palabra?
El artículo 268 de la Constitución dominicana plasma una cláusula pétrea o irreformable que dispone lo siguiente: “Ninguna modificación a la Constitución podrá versar sobre la forma de gobierno que deberá ser siempre civil, republicano, democrático y representativo”. Esa cláusula entró en el texto constitucional dominicano en la primera Constitución del siglo XX, aprobada el 14 de junio y proclamada el 9 de septiembre de 1907. Antes de esa fecha existía también una cláusula pétrea sobre la forma de gobierno, pero con una redacción distinta.
Desde ese tiempo a esta parte, esa cláusula ha pasado, de manera idéntica, de un texto constitucional a otro, siendo ella testigo, metafóricamente hablando, de un discurrir histórico sumamente accidentado, desde las montoneras y luchas de caudillos de principios del siglo XX, pasando por gobiernos efímeros, intervención extranjera, gobiernos más o menos estables, una larga y brutal dictadura, transición democrática fallida, golpe de Estado, nueva intervención militar extranjera, gobierno civil con fuertes rasgos autoritarios hasta, finalmente, una transición hacia la democracia que ha conducido al país, durante casi cincuenta años, por el camino de la estabilidad y la gobernabilidad, el pluralismo político y las libertades ciudadanas.
Puede decirse que esta cláusula se plasmó, primero, como una aspiración de lo que se deseaba como forma de gobierno, luego se mantuvo en el texto como expresión de un cinismo constitucional de una dictadura que le rindió culto a las formas jurídicas, para luego, en estos últimos tiempos, pasar a ser una cláusula con validez tanto formal como material. Durante 117 años nunca se intentó variar el contenido de esa disposición constitucional ni tampoco hubo intento de incluir alguna otra cláusula de igual naturaleza sobre cualquier otra materia del texto constitucional. No obstante, sin que nadie lo viera venir, surge la iniciativa gubernamental de petrificar la fórmula de reelección presidencial (optar por un segundo período constitucional consecutivo y no postularse jamás al mismo cargo o la Vicepresidencia de la República), lo que implicaría incluir este aspecto como consustancial a la forma de gobierno, lo que resulta un hecho para nada pacífico en la teoría y la práctica constitucional.
En rigor, las cláusulas pétreas son disposiciones que versan sobre aspectos esenciales e incuestionables del diseño constitucional. Por tal razón, salirse del núcleo duro de la forma de gobierno (civil, republicano, democrático y representativo) equivale prácticamente a abrir las compuertas para que a muchas otras disposiciones constitucionales se les dé el mismo carácter según las preferencias de la mayoría en un momento determinado. Por demás, esa rigidez constitucional extrema afectaría a las futuras generaciones que, por razones perfectamente válidas en los contextos históricos que les corresponda, pudiesen desear cambiar esa disposición constitucional para, por ejemplo, prohibir completamente la reelección o volver al modelo de prohibir la reelección consecutiva o para adoptar otro diseño como el denominado modelo brasileño.
Una cláusula pétrea tiene que reflejar un valor inmanente que esté fuera de toda discusión. ¿A quién se le ocurriría proponer que el gobierno sea militar y no civil? ¿Quién abogaría por un gobierno hereditario o monárquico en lugar de republicano? ¿Alguien se atrevería proponer un gobierno que no sea democrático o representativo? Estos son valores que la inmensa mayoría del pueblo dominicano defenderá de manera intuitiva sin necesidad de que se le tenga que dar explicación o argumento alguno. Es más, esa cláusula pétrea que dispone que la forma de gobierno deberá ser siempre civil, republicano, democrático y representativo podría, incluso, desaparecer del texto constitucional y a nadie se le ocurriría, en el estado en que se encuentra nuestra democracia, que el gobierno sea de otra forma. Su valor no reside en una ficción jurídica o en lo que decidió una mayoría en una coyuntura determinada, sino en el convencimiento del pueblo dominicano, arraigado a través luchas y procesos, de que esa es la forma de gobierno que debe regir nuestra nación.
Ese valor intrínseco que se le atribuye a la cláusula sobre la forma de gobierno no es extrapolable a otras disposiciones constitucionales que sí están sujetas a cambios según los tiempos y las circunstancias. En el caso de la reelección presidencial, curiosamente, la fórmula que se desea petrificar entró al texto constitucional dominicano en una reforma constitucional -la de 2002- que resultó ser bastante controversial al punto que dividió al partido que en ese momento tenía la mayoría, al igual que ocurrió en el 2015 cuando volvió a introducirse luego de haberse modificado en el 2010. Es decir, es una fórmula bastante reciente que necesita someterse a la prueba del tiempo.
De hecho, desde los años sesenta hasta principios de este siglo compitieron dos enfoques: uno, el de la reelección sin límites del reformismo-balaguerismo y, otro, el de la no reelección del perredeísmo-peñagomismo. Esta es la razón por la cual en la reforma de 1994 a nadie se le ocurrió proponer el modelo de dos períodos. De modo que, si bien hay buenas razones para defender el modelo actual, nadie puede alegar que existe un consenso absoluto a favor de esa fórmula ni mucho menos que se haya sedimentado cultural y socialmente al punto que se haga política y jurídicamente indisoluble de la forma de gobierno. Algo distinto sería establecer mecanismos y mayorías más exigentes para hacer mucho más difícil la reforma de la disposición constitucional sobre la reelección presidencial, pero lo que se pretende es otra cosa para la cual no hay referente ni en la doctrina ni en la práctica constitucional dominicana.
Por otro lado, no hay nada en la teoría constitucional que lleve a concluir que si una mayoría legislativa en un momento determinado decide “petrificar” una cláusula distinta a la forma de gobierno otra mayoría más adelante no pueda “despetrificarla”. Además, si esto último ocurriese y se produce un conflicto constitucional, ¿quién lo va a resolver? ¿El pueblo vía referendo, la Asamblea Nacional Revisora o trece personas no electas por el pueblo que pertenecen al Tribunal Constitucional? Pero aún, si se valida que se petrifique la cláusula de la reelección presidencial, nadie podría impedir que otra mayoría en otro momento decida petrificar otras cláusulas constitucionales, como la doble vuelta electoral con el 50%, para sólo citar un ejemplo.
Por tal razón, si la mayoría legislativa decide petrificar la fórmula de la reelección presidencial, entonces lo mínimo que podría esperarse es que esa decisión se someta a un referendo aprobatorio más allá del formalismo de si esa materia está o no entre las que, para su modificación, se requiere ese tipo de aprobación. Esto así porque la Constitución no contempla un procedimiento particular para tomar una determinación de este tipo, simplemente porque nadie concibió, a través de estos largos años, que se petrificaría alguna otra disposición constitucional diferente a la que define la forma de gobierno, la cual sí cuenta con un consenso social y político incontestable. En consecuencia, es necesario buscar una solución que se corresponda con la magnitud de esta modificación a la única cláusula pétrea que tiene la Constitución, inalterada por más de cien años, la cual no puede ser otra que otorgarle al pueblo la última palabra sobre una decisión que tiene un carácter único y, sin duda, de mayor impacto y trascendencia que cualquier reforma que se haga sobre cualquier materia constitucional para la cual la Constitución exige un referendo aprobatorio.
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