Pequeñas nostalgias
Cada generación asume como mejor la que ha vivido y en la comparación se reconocen como las más avanzadas las llamadas “generaciones digitales”
Una generación es un colectivo de personas nacidas en fechas próximas, formadas bajo las mismas tendencias culturales y que comparten patrones de pensamiento.
Para Auguste Comte las generaciones pueden ser medidas dentro del ciclo humano nacimiento/muerte. Según este sociólogo, el tiempo de progreso de cada una es de treinta años y es reemplazado por otros como en una carrera de relevos. Para Ortega y Gasset las generaciones están formadas por un “cuerpo social íntegro”, relacionado permanentemente para cumplir con un propósito histórico.
Hoy concurren en tiempo y espacio hasta cinco generaciones: baby boomers (entre 60 y 79 años), generación X (entre 44 y 59 años) mileniales o generación Y (entre 28 y 43 años) y generación Z (entre 27 y 12 años). Es redundante abordar el perfil de cada grupo por ser una noción sociológicamente gastada y, además, porque en el análisis del comportamiento social -que se ventila sobre todo en el mundillo del coaching y la autoayuda- las diferentes tipologías generacionales son tan conocidas como las personalidades encerradas en los signos zodiacales.
El desarrollo de las tecnologías les ha dado frontera y diferencia a las generaciones. Así, y como mera muestra, del long play al ocho track, y de este al cassette, pasando por el CD para rematar en la app, se relatan tránsitos distintos a casi igual número de hitos generacionales.
Cada generación asume como mejor la que ha vivido y en la comparación se reconocen como las más avanzadas las llamadas “generaciones digitales” por la gravitación de la tecnología en la concepción que hoy se tiene sobre el bienestar humano. No obstante, nunca he pensado que los aportes de mi generación fueron los mejores; simplemente cada una ha contribuido de manera distinta -y en el plano dialéctico que le ha concernido- a la consolidación de la civilización. El político y filósofo inglés Edmund Burke escribía: “La sociedad humana constituye una asociación de las ciencias, las artes, las virtudes y las perfecciones. Como los fines de la misma no pueden ser alcanzados en muchas generaciones, en esta asociación participan no sólo los vivos, sino también los que han muerto y los que están por nacer”.
Soy un baby boommer consciente y militante, aunque mi madre de 95 años viva pegada a una tableta y suba fotos familiares a su cuenta de Facebook. Mi generación estuvo muy ideologizada; esto le robó perspectivas para abrirse a cambios críticos y a diálogos creativos. Fuimos prisioneros de los paradigmas. Los dogmas dominaron el pensamiento y sus intereses generaron grandes choques sociales. A pesar de los “fermentos revolucionarios” catalizados precisamente por las contradicciones ideológicas, una parte de los sistemas políticos y los modelos culturales implantados al amparo de esas cosmovisiones fracasaron, dejando una sensación generacional de vacío, ese que de alguna manera suple la revolución tecnológica. Hoy, el pragmatismo constituye la ideología de “la ausencia de ideología”, aunque empiezan a despertar de su letargo nuevos monstruos ideológicos en respuesta al globalismo (los nacionalismos de derecha) o como expresión del duro secularismo que vive Occidente (el progresismo de izquierda).
A pesar del cuño de “generación perdida” que en su momento le dio Gertrude Stein a los escritores norteamericanos que lucharon en la I Guerra Mundial, como John Steinbeck, Hemingway, F. Scott-Fitzgerald, Cummings y McLeish, entre otros, no creo en “generaciones perdidas”. Esas “pérdidas” no fueron tales; las asimilo a inflexiones de las sociedades en la dinámica dialéctica implicada en la sucesión generacional, esas que de alguna manera les aportan base crítica a los diseños del futuro.
A pesar de todo, de vez en cuando aparecen nostalgias tan inevitables, más cuando la convivencia tecnológica de hoy les niega a las generaciones más viejas aquellas vivencias de ayer cargadas de tibias cercanías, esos “agrados” grandiosamente pequeños que resultaron de formas solidarias, simples y quietas de vida.
Así, ¿cómo no extrañar la entrega postal de una carta manuscrita con olor al pegamento de los timbres? Sentir el arrastre del dedo índice por el movimiento en reverso del discado del teléfono fijo; conversar sin el acoso de un aparato ambulatorio -móvil o celular- en esos encuentros que hoy le llaman “presenciales”; tener amigos y no seguidores remotos; recibir halagos directos y no views; descubrir en el trato cercano la intimidad de la gente y no la imagen posada a través de las redes; respirar el aliento de un buen libro al desplegar sus hojas como las de un acordeón; recibir un sonriente “buenos días” del otro lado del mostrador y no la mecanizada atención de un cajero automático; … estrenar un beso en el recodo más oscuro del cinema...
No reprocho a la tecnología, le temo al humano, por aquello que escribía Sydney J. Harris: “El verdadero peligro no es que los ordenadores empiecen a pensar como los hombres, sino que los hombres empiecen a pensar como los ordenadores”… parafraseando al notable periodista americano diría que no me sobrecoge la idea de que las máquinas se humanicen, me aterra que la humanidad se maquinice…
Cada generación asume como mejor la que ha vivido y en la comparación se reconocen como las más avanzadas las llamadas “generaciones digitales” por la gravitación de la tecnología en la concepción que hoy se tiene sobre el bienestar humano.
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