La muerte de mi padre
Las historias de aquellas lomas forman parte de mis recuerdos mas antiguos
La primera vez que escuché el nombre de Desiderio Arias fue una mañana fresca de mis ocho años. “Esto aquí es la Loma del Sillón”, me dijo mi padre mirando el verde oscuro de las copas de las caobas que se agitaban en derredor. “Por aquí anduvo Desiderio en los tiempos de la guerrilla, y cuando ya Trujillo quería matarlo”, prosiguió.
Cuando le pregunté quién era Desiderio, me contó la historia de un viejo caudillo, a cuyas órdenes había servido su padre durante un tiempo, junto a los hermanos Caimito (José del Carmen) y Nano Torres. Hablaba de él como de un viejo conocido cuyo asesinato, en las inmediaciones del lugar donde nos encontrábamos, había llorado toda la gente de los alrededores. “Ese sí que fue un viejo guapo”, dijo como si hablara para sus recuerdos, mientras tiraba de las riendas del caballo que nos transportaba, para seguir la marcha pendiente arriba. Fue mi primera lección de historia nacional.
Las historias de aquellas lomas forman parte de mis recuerdos mas antiguos. Crecí escuchando a mi padre hablar de la fertilidad de sus tierras, de lo frondoso de sus árboles, de los ciclos matemáticos de la lluvia, de la forma silvestre en que crecían el plátano y el maíz, la yuca y la auyama, la malanga y el mango vizcaíno; de la llegada de su padre, Simeón Capri, huyendo de una pendencia de honor en su natal Guayubín, o de las circunstancias de su nacimiento, el 2 de marzo de 1926.
Mi padre nos contaba siempre las historias de esas lomas y de sus andanzas en ellas, como si se tratara de cuentos para dormir. Era un narrador nato, siempre tenía una respuesta y una historia a mano, y esos paisajes fueron su paraíso perdido.
Es por eso que la tarde en que regresó a nuestra casa luego de un fuerte aguacero, y vio que en el centro de la pequeña sala quedaban todavía los rastros del agua que se había filtrado por entre las canas del techo, miró a mis hermanas mayores que estaban en plena adolescencia y tomó una decisión crucial: había llegado el momento de darles a sus hijos un lugar digno para terminar de crecer, y a sus hijas, una sala decorosa para recibir las visitas que en algún momento empezarían a llegar. Ni los mejores pronósticos de las barajas habrían sido más certeros.
Y es por eso que fue allí, parado frente a los restos de ese pequeño charco en mitad de nuestra sala, que mi padre volvió a recordar las frondosas caobas, los pinares, la baitoa y el guaconejo de las lomas de su infancia. A la mañana siguiente salió, gestionó los permisos correspondientes con la autoridad forestal, el concurso de mis tíos Mario y Andrés para que le acompañaran, y pocos días después salimos de madrugada rumbo a Loma del Sillón de la Viuda, en busca de los árboles que luego serían la casa en que terminamos de crecer, y a la que siempre he regresado a lo largo de todos estos años.
Con el paso del tiempo, mi madre nos contaba con cierta regularidad ese episodio, como para garantizar que no olvidáramos, que tuviéramos siempre presente la abnegación de nuestro padre. Pues la casa nueva la hizo él con sus propias manos, ayudado por Don Justo Liz.
Por entonces mi padre tenía una bicicleta de canasto y un escueto botiquín ambulante en el que nunca faltaban el alcohol, la torundas de algodón, el mentiolé, las gasas, los rollos de esparadrapo, la jeringas de cristal y sus metálicas agujas reusables, la ampicilina, el retarpén y unas viejas tijeras.
Se convirtió en una especie de enfermero empírico. Durante casi 38 años pedaleó los polvorientos caminos de todos los parajes de la zona curando heridas, dando primeros auxilios, tratando infecciones con aquellas inyecciones de espanto, o apoyando las campañas de vacunación que, de cuando en cuando, daban cuenta de la existencia de una remota autoridad sanitaria. La voluntaria compensación de sus servicios subvenía las necesidades de la familia y de la nueva casa.
Todavía puedo recordar su silbido, regresando a la casa o camino al río, donde cada día le acompañaba. Mi padre siempre silbaba, nunca dejó de contar historias y era de lágrima fácil. Por muchos años escuchamos, durante el almuerzo, unas radionovelas que se transmitían por Radio Santa María, como programación previa de las famosas Escuelas Radiofónicas. Era común verle llorar con las aventuras del Príncipe Sandú, injustamente cumpliendo condena en el presidio de Kentonville, o de Kazán el Cazador, el legendario explorador que conocía el África como las palmas de sus manos.
Ya adulto y con capacidad para discernir, durante algún tiempo me llamó la atención que no le avergonzaran las lágrimas. Pero esa íntima y pacífica condición suya, la fuerza empática que irradiaba, terminó convirtiéndose en uno de los motivos secretos de nuestra cercanía emocional y de mi amor por él.
Se llamaba Porfirio Rodríguez. No terminó el tercer curso de la escuela primara. Era Hijo de Simeón Capri y de Águeda Rodríguez, de quien heredó una memoria prodigiosa y una facilidad inusual para improvisar décimas con pie forzado. Ya terminando el bachillerato y familiarizado con la poesía, le escuchaba hablar con tal soltura del pie forzado, que a veces tenía la impresión de que había leído todo sobre Don Vicente Espinel. Pero él simplemente era así.
Vivió 92 años, dueño hasta el último aliento de una autoridad severa y de un amor incondicional a su familia y a sus amigos. Sus últimas semanas las pasó pendiente del nacimiento Damián, mi hijo de 7 años. Pocos días después de nacer, lo llevamos para que se conocieran.
Dos semanas después, y a menos de dos días de la segunda visita del que entonces era su último nieto, se fue con la discreción con que siempre vivió, al clarear del 20 de marzo de 2017, como si no quisiera darnos tiempo a despertar, como si quisiera evitarles, a sus hijos y a su esposa, el vano intento de retenerlo de este lado de las sensaciones.
Justo dentro de una semana se cumplirán siete años de su muerte, cuyo significado se me hizo difícil entender. Pero hace unos días tuve un sueño de una clarividencia desconcertante. Se había organizado un evento importante en mi pueblo, y por alguna razón la ocasión exigía conocer la fecha y las circunstancias en que le pusieron el nombre de Gurabo.
Me llamaron por teléfono en el sueño, seguros de que tendría una respuesta. No la tenía. Pero esa ignorancia no me preocupó, porque en un lapsus de amnesia onírica, pedí un momento para llamar a mi padre, que desde siempre tenía una respuesta pronta y precisa para mis curiosidades de niño y para mis incertidumbres de adulto. Y justo antes de marcar a mi casa materna, en medio de ese sueño se hizo un rayo de luz y recordé que había muerto. Y me di cuenta, por los siglos de los siglos, que la fuente de cuanto sé, o precise saber, se había secado aquel 20 de marzo de 2017, y que la muerte es la condena irredimible a quedarse sin respuestas para todo lo que de veras importa en esta vida.
Todavía puedo recordar su silbido, regresando a la casa o camino al río, donde cada día le acompañaba. Mi padre siempre silbaba, nunca dejó de contar historias y era de lágrima fácil. Por muchos años escuchamos, durante el almuerzo, unas radionovelas que se transmitían por Radio Santa María, como programación previa de las famosas Escuelas Radiofónicas.
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