Deportaciones: ¿qué hay después del show?
Me cuentan que en Friusa, Verón y Bávaro los operativos de Migración son espectaculares
Me cuentan que en Friusa, Verón, Bávaro y Punta Cana los operativos de la Dirección General de Migración son espectaculares. Las irrupciones sorpresivas de los agentes del control migratorio recuerdan los excitantes asaltos de las fuerzas antiterroristas.
Parecen perros sabuesos cuando husmean entre las breñas todo lo que huela a Haití. Desde los escondrijos más recogidos y con las ganas de los prejuicios sacan a los inmigrantes, a quienes empujan rudamente a sus camiones, esos vehículos que entre haitianos despiertan una negra repulsión.
Por tratarse de un circuito turístico, los operativos son deliberadamente aparatosos. La idea es usar la plaza como galería de exposición al mundo. Los camiones blancos con trazos azules de la DGM salen atestados de haitianos, que son exhibidos por las vías de circulación más notorias. Con ellos a bordo, como carga bovina, recorren la zona hasta agotar las detenciones del día.
Sucede que en ruta a Higüey y por la autovía Coral se ve la hilera de camiones con apenas un tercio de la carga. ¿Y qué paso? Lo que todo el mundo sabe: que en el tránsito se hicieron las transacciones. Se trata de un viejo negocio extorsivo en el que la mercancía es la dignidad humana. Los tratos, las tarifas y las rutas de descarga son vox populi. Aquellos que pueden pagar la exacción son dejados y, los que no, contados en los reportes de las repatriaciones, esos que tanto enfadan a la embajada americana.
Pierre Girard es un ciudadano haitiano que decidió quedarse. Un talentoso programador informático y diseñador digital. Hastiado del acoso migratorio salió de mi ciudad, Santiago, y se estableció interinamente en Verón. Allí desarrollaba softwares para otros programadores de Bávaro, quienes le pagaban un royalty. Durante su estancia fue detenido en tres ocasiones: en la primera, sus socios, por la izquierda, negociaron su permanencia en el país (para lo cual pagaron sesenta mil pesos, que descontaron religiosamente de sus retribuciones); en la segunda, Pierre entregó el reloj y un celular; en la tercera, ya cansado, dio dinero y aceptó la salida voluntaria. Volvió a la pintoresca Jacmel, su ciudad natal, al sureste de Haití. La quietud de la “petite ville” costera no fue motivo para sosegar las pesadillas que aún atormentan sus sueños.
Pierre me escribe. Me dice que en su país vive al límite, pero tranquilo, sin los sobresaltos de los operativos migratorios que le habían generado un estrés paranoico. En cierta ocasión me contó que al principio los camiones de la DGM eran temidos porque de alguna manera encarnaban los símbolos del poder del Estado, pero cuando las detenciones se revelaron como verdaderos asaltos extorsivos, esos vehículos terminaron siendo odiados. Tal cuadro explica, en parte, los enfrentamientos que los inmigrantes han tenido con los agentes de la DGM. Ya no les temen: los ven como pandilleros y no como autoridad.
Y es que en todo el proceso de deportación hay maneras de negociar; si se consuma la repatriación, el regreso también tiene su precio. El daño de este furtivo negocio es incuantificable: convierte a la autoridad en una mafia, mantiene el insoportable peso de la inmigración ilegal y hace de la vida del inmigrante un invencible infortunio. Es una perfidia redonda. Por eso los números no concilian; parte de los que salen, entran, y solo Dios sabe en qué medida.
Esto no hay quien lo entienda: mientras la palabra del presidente Abinader ya aburre en los foros internacionales buscando aligerar la pesada inmigración, ante la ojeriza de las potencias del hemisferio, en nuestro propio patio las deportaciones, por las que nos ganamos la mala voluntad internacional, son, en parte, montajes que tapan el gran negocio. De manera que, si queremos hallar enemigos, no debemos buscarlos detrás de la frontera: están dentro, y hablan español.
Lo que tampoco me explico es por qué los defensores furibundos de la soberanía nacional no denuncian ni censuran esta práctica de “alta traición”. Parece que es políticamente más inspirador arroparse con la bandera y exigir, en nombre de los patricios, la salida inmediata de los ilegales desde las trincheras de las redes sociales, como si ellos llegaran por su sola cuenta.
Sin ser experto, me parece tan fácil detectar y rastrear esos negocios. Bastaría con reforzar los mecanismos de inteligencia a través de agentes encubiertos que no estén contaminados y que respondan a otros centros de mando. El asunto es que, por no saber la hondura del problema, se ignora si los despachos superiores participan, como es probable, en los rendimientos de las transacciones. ¿Para qué sirven entonces las agencias de inteligencia e investigación del Estado? Eso tiene que cambiar y alguien debe contarle la “verdadera verdad” al presidente Abinader, porque me da la impresión de que, con las repatriaciones, estamos arando en el mar.
Y es que en todo el proceso de deportación hay maneras de negociar; si se consuma la repatriación, el regreso también tiene su precio. El daño de este furtivo negocio es incuantificable: convierte a la autoridad en una mafia, mantiene el insoportable peso de la inmigración ilegal y hace de la vida del inmigrante un invencible infortunio. Es una perfidia redonda.
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