Cien años de soledad (la serie, y Toma 2)

Macondo toma vida, la sorprendente fidelidad de Netflix a García Márquez

El coronel Aureliano Buendía era lánguido, de mirada clarividente, óseo, de ojos grandes, saltones. Úrsula Iguarán era activa, menuda, severa, de nervios inquebrantables, ocupada siempre “en un prometedor negocio de animalitos de caramelo”. José Arcadio era emprendedor y limpio, en sus años de juventud, y luego “se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina”. Melquíades tenía todas las fachas de un “fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano”, con una “mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas”. Amaranta “era liviana y acuosa como una lagartija”. Pilar Ternera olía a amoníaco, fue violada a los catorce años por un hombre que siguió amándola hasta los veintidós, “pero que nunca se decidió a hacer pública la situación porque era un hombre ajeno”. Luego, ella, perdida en la espera -por eso, siempre se mostraba sola- vio desaparecer “la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaba intacta la locura del corazón”.

La versión de Netflix de “Cien años de soledad”, si algo tiene de sorprendente y cálida es la fidelidad al texto garciamarquiano y al correcto  envoltorio de sus personajes. Si agregamos la locación creada, el efecto de aquel Macondo silencioso que se tornaba bullanguero cuando llegaban los gitanos con sus magias baratas y que era “una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes”, no dudamos en afirmar que el propósito fue logrado porque transmite la creación gabiana con escrupulosa certeza. Sugiero volver al texto para comprobarlo.

Al principio de la serie, se percibe que la voz del narrador es tan simple y lineal que casi nos invita a abandonar la historia filmada. Empero, a medida que pasan los capítulos vamos acostumbrándonos a esa voz destemplada, aburrida, enigmática. Desde el principio, aunque no ha de notarse de inmediato, la serie acusa buen ritmo, aunque recrear la historia del Nobel colombiano pareciese tarea imposible. El guionista ha debido crear diálogos que la novela no aporta. “Cien años de soledad” es una narración sin diálogos y de alguna parte había que generarlos para que la historia fuese contada con el atractivo lógico de las querencias y las omisiones, y con el rigor de los desarraigos y las resonancias.  La pelea entre José Arcadio y Prudencio Aguilar, fruto de aquel domingo trágico en que el Buendía le ganó una pelea de gallos a su amigo que le enrostró su impotencia a pleno pulmón y delante de todo el poblado (“A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer”); las apariciones de Prudencio en la vida y avatares de José Arcadio, ya muerto atormentando la desolación y generando la lástima (“Vete al carajo…Cuantas veces regreses volveré a matarte”); el laboratorio de alquimia de Melquíades, con “profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores”; los gitanos, que pronto se darían cuenta los habitantes de Macondo que “no eran heraldos del progreso, sino mercachifles de diversiones”; Rebeca, a quien “solo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas”, en escenas exasperantes y reincidentes en toda la narración fílmica, son conquistas indiscutibles de la versión cinematográfica seriada, de este Macondo que, al fin, hemos conocido como pudo ser, o como tal vez fue.

Hay momentos modificados. Como el cuento del gallo capón -un relato común de la infancia de todos nosotros- que se traslada al comedor en el momento en que se sirve el almuerzo y que en la novela solo se dice que ocurrió cuando se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, como un método agotador para “los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños”. O la frase pronunciada por Aureliano a su copartidario Gerineldo Márquez, sentado frente a una mesa a la orilla de la playa, hundido ya “en la derrota miserable de la vejez” y pudriéndose ambos “de viejos en la exquisita mierda de la gloria” (“La única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho”) y que en la novela no se especifica dónde ocurrió ese momento. Una libertad asumida por el guionista que le otorga vivacidad y plasticidad a la historia.

José Arcadio, regresando de un viaje sin rumbo tras el desfile de los gitanos, y perdido a pesar de todos los intentos de Úrsula por encontrarlo, con su talante de hombre descomunal, sorprende con sus tatuajes a no pocos, pero que, justo así, lo retrata el novelista: “…el cuero curtido por la sal de la intemperie, el pelo corto y parado como las crines de un mulo…cuya presencia “daba la impresión trepidatoria de un sacudimiento sísmico”, regresó “pintado como una culebra” donde hasta su “masculinidad inverosímil” estaba “enteramente tatuada con una maraña azul y roja de letreros en varios idiomas”.

El curso de la sangre, uno de los momentos mágicos y más recordados de la novela; el capitán Roque Carnicero; la tienda sexual de Catarino; José Arcadio y Rebeca viviendo en una casita frente al cementerio; el rol dictatorial de aquel Arcadio tan desprevenido durante su adolescencia; la pianola; el sano y cursi suicida de Pietro Crespi; la autoridad ornamental de don Apolinar Moscote; Remedios, aquella en quien Aurelito puso sus ojos enamorados, precisamente en la única que todavía se orinaba en la cama; la levitación del padre Nicanor Reyna; la presencia de la industria bananera; el silencio, que “parecía llevado de otra parte, todavía sin usar”; la cruz de ceniza de los cuatro Aurelianos que “infundían un respeto sagrado, como si fueran una marca de casta y un sello de invulnerabilidad” y que se convirtieron en una “mancha indeleble” porque nunca pudieron ser borradas; y el coronel amarrado en el árbol de castaño, lúcido en toda su inconmensurable y silente insania, son momentos que muestran, sin medias tintas, la espléndida realización fílmica de Netflix.

Toda “Cien años de soledad” es una continuación, y luego un seguimiento, de los cuentos y novelas de García Márquez. El lector de la novela podrá comprobar que en su gran obra se registran aspectos ya inscritos en sus tres novelas primeras (La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora), y también en las posteriores (La siesta del martes, Isabel viendo llover en Macondo, La cándida Eréndira y su abuela desalmada, Diatriba de amor contra un hombre sentado). Y es también un homenaje con guiños específicos a Rulfo y su “Pedro Páramo”, al Artemio Cruz de Carlos Fuentes, a su amigo Álvaro Mutis, a Alejo Carpentier, incluso a Juan Bosch y su “mancha indeleble”. No olvidemos que el Gabo estaba entre los asistentes a la conferencia célebre que pronunciara Bosch en Caracas sobre el arte de escribir cuentos y que permitió al colombiano llamarlo “maestro” desde entonces. Los productores aceptaron, seguramente, la sugerencia del guionista de la serie de Netflix de completar algunas lagunas que requerían ser llenadas en la versión fílmica, como la de Eréndira y su abuela que la ofertaba en un prostíbulo con apenas 14 años de edad, y que figura en el relato citado, más no en “Cien años de soledad”.

Esta novela es una desmesura total y es imposible abarcarla hasta para el modesto cronista que intenta interpretarla y relacionarla con la obra cinematográfica que la reproduce y que abrazo como una auténtica glorificación de “Cien años de soledad”. En los finales de esta primera temporada, la serie adelanta nombres y sucesos que habrán de ser parte de la segunda. Falta mucho aún por contar. Pero, lo ya contado sí que vale la pena.

Cuando Mel Gibson, veinte años atrás, produjo “La pasión de Cristo”, basada en el libro de la religiosa agustina Ana Catalina Emmerich, antes de llevarla a los cines hizo una exhibición privada para el papa Benedicto XVI y un pequeño grupo de teólogos, en la sede vaticana. Al concluir, expectantes, todos esperaban conocer la opinión del pontífice. “Así fue como creo sucedió todo”, dijo lacónicamente. Tal vez el Gabo podría haber dicho lo mismo después de conocer la versión de Gonzalo y Rodrigo García Barcha, sus hijos. Tengo la impresión de que, al fin, he conocido a Macondo y a los Buendía, aunque falte mucho más todavía.

LIBROS
  • Cien años de soledad

    Gabriel García Márquez, Círculo de Lectores, 1970, 349 págs. Primera edición divulgada en España, sin cortes, pues antes solo circuló de forma abreviada, adquirida por este cronista en la Feria de Libros Viejos y Antiguos, en Madrid, 2005. Sin título en la cubierta porque estaba censurada en parte por la dictadura franquista.

  • Cien años de soledad

    Gabriel García Márquez, Real Academia Española, 2007, 606 págs. Edición conmemorativa del 40º aniversario de la novela, la última que fue revisada por el autor. Incluye textos de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha, Claudio Guillén, Pedro Luis Barcia, Juan Gustavo Cobo Borda, Gonzalo Celorio y Sergio Ramírez.

  • Cien años de soledad

    Gabriel García Márquez, Diana, 2017, 399 págs. Esplendorosa edición de la familia editorial de Penguin Random House, en el 50º aniversario de la publicación de la novela, con formidables ilustraciones de la artista chilena Luisa Rivera y, por primera vez, el árbol genealógico con imágenes de sus personajes.

Escritor y gestor cultural. Escribe poesía, crónica literaria y ensayo. Le apasiona la lectura, la política, la música, el deporte y el estudio de la historia dominicana y universal.