“Libertad, que no la hay, libertad”
La solidaridad en la lucha contra la opresión
Los comisionados de la Organización de Estados Americanos estaban visitando los principales pueblos de la República para cerciorarse sobre el estado de cosas existente en el momento difícil que pasaban los dominicanos a raíz del tiranicidio y la presencia agresiva del hijo mayor del dictador ultimado, desde su hacienda militar en San Isidro.
Yo era un niño entonces, con apenas 11 años de edad, y estaba en medio de la multitud que, en mi nativa Moca, había ido a manifestar sus temores a los enviados de la OEA que visitaban esa tarde a uno de los principales dirigentes de la Unión Cívica Nacional en la comunidad, el doctor Manuel Rafael García Lizardo. La comisión del organismo internacional había venido al país para estudiar sobre el terreno la posibilidad de abrir de nuevo las relaciones comerciales y diplomáticas cortadas en la reunión de cancilleres de San José, Costa Rica, en 1960, sanción que había aislado a Trujillo del escenario latinoamericano.
Frente a la casa del doctor García Lizardo -lo recuerdo vivamente- centenares de personas estaban de rodillas, silenciosas. Era la forma acordada de protestar contra la presencia de los Trujillo en el país y de reclamar a la OEA que, a pesar de todas las privaciones económicas colectivas que el hecho conllevaba, no se reanudasen las relaciones con el régimen que, encabezado por Joaquín Balaguer y Ramfis, era, sin dudas, la continuación del anterior.
Cuando los delegados de la OEA salieron a la calle, después de reunirse con los dirigentes cívicos, la multitud silenciosa hasta ese momento se levantó para gritar “libertad, libertad, libertad”, mientras otro coro de voces, como si hubiese sido ensayado, completaba el reclamo con el grito “que no la hay, que no la hay”. Pedían libertad y aclaraban, como si fuese necesario remachar la frase, que esa libertad no existía desde hacía 31 años.
DeLesseps Morrison, uno de los comisionados, había abandonado su puesto de gobernador de New Orleans para aceptar la petición del presidente Kennedy de representar a los Estados Unidos en la OEA. Morrison no era de fiar para los “cívicos” que conocían de su pasado de amistad con Trujillo. Había, pues, que arreciar la campaña para impedir que se recomendase al pleno de la OEA el levantamiento de las sanciones, y que Balaguer pasase a convertirse en un gobernante real, capaz de transformar su insípido gobierno en un liderazgo masificado. Él podía hacerlo porque sabía cómo hacerlo. Al fin y al cabo, bastaba con que el aparato trujillista se reformase y acondicionase al cambio para tener ahora bajo su absoluto control un gobierno con personajes de experiencia en el manejo de la cosa pública, que podían renovar sus cualidades directrices sin el férreo control a que debían supeditar cualquier decisión en la Era de Trujillo.
Balaguer no estaba ajeno a nada. Buscaba sobrevivir sobre imponiendo sus reglas de juego. Pero, Ramfis estaba ahí para impedírselo con sus jugarretas de “niño mimado” y su figurín de “promesa fecunda”. Las masas, mientras tanto, estaban en las calles desde hacía meses exigiendo “libertad, que no la hay” frente al Baluarte del Conde, en los pueblos de la República, reclamando que no se levantasen las sanciones hasta que Ramfis, Balaguer y los demás parientes y servidores del dictador saliesen del poder y del país.
Mientras, cada semana, los cívicos organizaban sus jornadas patrióticas en ciudades diferentes, arrastrando a millares de ciudadanos que durante años habían permanecido mudos y distantes del trajín oposicionista, totalmente mutilado salvo en los escenarios de la resistencia clandestina. Cada mitin dominical, en Santo Domingo, Santiago y en las demás ciudades, aportaba sus víctimas, pues aún las fuerzas policiales del trujillato seguían intactas, y a estos contingentes acobardados por la marcha de los acontecimientos se sumaban los paleros, banda de matones a sueldo que intentaban sostener a garrote vil una Era cuyo fin definitivo estaba sin dudas próximo.
Viriato Fiallo recorría a pie las calles de las ciudades, mientras las multitudes seguían pidiendo a gritos “libertad, libertad, que no la hay”. El 14 de junio, que había pasado de ser un movimiento clandestino a un partido político dos meses después del magnicidio del 30 de mayo, había decidido también lanzarse a las calles con su líder Manolo Tavárez Justo y un grupo de lo más granado de la juventud de la época en términos de relación social y de formación profesional e intelectual. Los dirigentes en el exilio del Partido Revolucionario Dominicano, que habían arribado a la todavía Ciudad Trujillo apenas treinta y cuatro días después del tiranicidio, estaban por igual visitando los pueblos en la campaña para dar por concluida aquella nefasta temporada de terror de tres decenios. Seguí a don Ángel Miolán, entre unos pocos que le acompañaron una mañana de sábado de ese tiempo aciago, cuando su auto se detuvo en el parquecito de La Victoria de mi pueblo y caminó a paso firme por toda la calle Duarte, hasta doblar por la calle Salcedo y llegar hasta el parque Ramón Cáceres donde ya una tribuna lo esperaba, junto a varias decenas de personas, para escuchar sus palabras de orientación política. En una esquina, los paleros del vegano petanista Julián Suardí, como los de Balá en la capital, intimidaban a los manifestantes. Eran entonces los “grupos de acción rápida” de los regímenes autoritarios de estos tiempos. Las dictaduras aprenden unas de otras sus esquemas de dominación y exterminio. Comenzó a caer una llovizna persistente. Don Ángel siguió imperturbable. Alguien pasó una sombrilla para cubrirle de la garúa y un niño, que embelesado con su discurso estaba muy cerca del legendario dirigente, tomó la sombrilla y la abrió sobre su cabeza. Ese niño, que aparecería luego en una foto en El Caribe, era yo.
José Francisco Peña Gómez, un mocetón veinteañero, se estrenaba como presentador de los mítines perredeístas. Francisco Carvajal Martínez, Bueyón, de verbo incendiario, se encargaba de lo mismo en las concentraciones del 14 de junio. Brinio Rafael Díaz, con su voz de estruendo y su dicción clara, era el detonante colocado frente a las multitudes que la UCN reunía en plazas que iban llenándose de virulentas masas anhelantes de libertad. Fue la hora del “basta ya”, del llamado contra la opresión y de un devastador, insistente, pertinaz grito de “libertad, libertad, que no la hay”.
Venezuela fue uno de los países que más contribución aportó a la causa de la libertad dominicana. Los principales dirigentes del exilio, los que luego estarían destinados a escribir las páginas que la Historia les reservó en la construcción de la edificación democrática, con sus altas y bajas, se instalaron allí y recibieron el respaldo vigoroso de sus líderes y de su gente. Su presidente, Rómulo Betancourt, sufrió, literalmente en carne viva, los embates del tirano y sus acólitos del crimen, audaces en el ejercicio del mal. Nunca se ha podido pagar, como se debe, esa gran deuda, y otras más, que tenemos con Venezuela. Es hora. Sin oscilaciones, con determinación. Hannah Arendt decía que “la libertad comienza donde termina la política, porque hemos visto que la libertad desapareció allí donde la política se volvió infinita, ilimitada”. Donde la política, decimos nosotros, se transformó en desequilibrio, ultraje, desvergüenza, manipulación, fraude. Cuando la libertad política se elimina se destruye la libertad de la voluntad y la libertad de pensamiento. El autoritarismo, y su primo hermano el totalitarismo, destruyen el ser libre y el mero don de la libertad. La singular discípula de Karl Jaspers y Martin Heidegger sentenciaba que “el extraordinario peligro que el totalitarismo representa para el futuro de la humanidad radica, más que en el hecho de que es tiránico y no tolera la libertad política, en que amenaza con aniquilar todas las formas de espontaneidad, es decir, el elemento de acción y de libertad presente en todas las actividades humanas”.
Los dominicanos que tanto aprendimos de Venezuela y sus líderes democráticos durante las jornadas del doloroso exilio antitrujillista, podemos observar ahora que sesenta y tres años después, los hombres y mujeres de ese bravo pueblo están proclamando en las calles, como los dominicanos del 61, “libertad, libertad, que no la hay” y terminar así con lustros de desempeño férreo, de castración de voluntades, de constreñimiento de sus libertades, de desmejoramiento político y económico, y de una migración conmovedora de ocho millones de sus habitantes que ambula por el mundo. Pretender ignorar lo que significa la actual situación venezolana en el desmadre democrático de nuestros pueblos y ocultar, o lo peor, barnizar nuestros pareceres sobre esa ignominia, es infame. “Libertad, libertad, que no la hay”.
- La política en tiempos de indignación
Daniel Innerarity,Galaxia Gutenberg, 2015,357 págs.“La democracia es un espacio abierto donde, en principio, cualquiera pueda hacer valer su opinión, que posibilita mil formas de presión, incluso la posibilidad que tenemos de echar a los gobiernos”.
- Democracia La última utopía
Manuel Cruz, Espasa, 2021, 366 págs.“Resultaría lamentable que el viento de la volatilidad, que parece que se lo lleva todo por delante, alejara también de nuestras mentes algo que no solo no debe ser olvidado, sino que merece ser pensado con detenimiento y actitud crítica”.
- Populismo
Benjamín Moffitt, Siglo Veintiuno, 2022, 175 págs.“Si bien el populismo en América Latina fue inclusivo, no era democrático. A pesar de su retórica y políticas inclusivas de construcción nacional y empoderamiento popular, Perón y Chávez erigieron gobiernos autocráticos”.
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