La lista de la Iglesia
El vínculo histórico entre cristianismo y política
El vínculo entre el cristianismo devenido catolicismo y el poder político es tan viejo como la religión misma. Obligada la Iglesia primitiva a la clandestinidad para eludir el martirio, la conversión de Constantino en el 312 d.c. la convierte en religión oficial del Imperio romano. De la mano del emperador, la Iglesia se extendió como mancha de aceite por la vastedad del mundo bajo el dominio de Roma.
Del símbolo del pez, seña de identidad de los clandestinos, la Iglesia pasará a ostentar riqueza. Constantino fue pródigo: la eximió de impuestos, le construyó basílicas y catedrales y «los obispos cobraban cinco veces más que los profesores, seis veces más que los médicos, tanto como un gobernador local», documenta Catherine Nixey en su libro La edad de la penumbra.
La Iglesia supo entonces usar su poder. No sin razón teórica, historiadores y analistas datan en ese momento tan lejano lo que conocemos hoy como «batalla cultural»: se quemaron libros y personas, se destruyeron templos, se pulverizaron los dioses del politeísmo, se prohibió mediante ley que los «impíos» enseñaran. La filósofa y matemática Hipatia fue apedreada por una turba cristiana hasta hacerla pedazos y arrancarle la piel. Tras siglos de penumbra –para usar el sustantivo de Nixey–, la modernidad occidental relegó formalmente la religión a la vida privada y proclamó la separación entre Estado e Iglesia.
El actual renacimiento de su influencia en la esfera política y pública lo agradece a los grupos de derecha y ultraderecha con los que se mimetizan la jerarquía y sacerdotes llamados «rigoristas» y los obsesionados con la diversidad. Su lenguaje y prédica ya no se distinguen del discurso de los ultra contra las mujeres, las identidades de género y todo lo que contravenga los dogmas religiosos.
De ahí que el filtrado documento sobre los candidatos «a favor de la familia y provida», única cualidad que los hace votables el 19 de mayo, no deba sorprender. Lo social no le preocupa. La jerarquía católica dominicana no es precisamente modelo de acatamiento de la opción por los pobres, reafirmada en el Concilio Vaticano II y recordada con insistencia por el papa Francisco, para quien esta opción preferencial «es un criterio clave de autenticidad cristiana”, «una exigencia ético-social que proviene del amor de Dios».
Para el cura Manuel Ruiz (triste ejemplo) y los jerarcas que lo secundan, importa más impedir derechos que ver al país contar con un Congreso capaz de legislar a favor de una sociedad de justicia y equidad y de defender el Estado social y democrático de derecho.
No es calumnia ni diatriba: es Ruiz quien afirma que hizo «una investigación exhaustiva de sus declaraciones, de las veces que han votado a favor de la vida, todas esas cosas que son fundamentales para saber qué candidatos tenemos».
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