La Generación Serrat
Joan Manuel Serrat marcó una generación entera con su trova
Mi generación no cantaba boleros. Se internó en otros predios. El rock, el twist, el mash potato, la Nueva Ola que surgió en plenos sesenta cuando comenzábamos a discernir desde las alquimias crispadoras de aquella década prodigiosa, que también lo fue en nuestro país, de golpes demoledores y de fusiles y de bruscos alaridos y de cantos.
En algún lugar leí que lo que no estaba en el bolero no estaba en ninguna otra parte. Escuché una vez decir a Alberto Perdomo, que fue el intelectual de la lucidez de una generación, la sesentista, que no conocí en su fuente central capitalina hasta años después, pero sí la que existió y creció en esa parte del país llamada el Norte de la que aún no se ha escrito su historia, que las letras del bolero eran cursi y, sin embargo, engendraban latidos fuertes en el corazón. Algo parecido leí en un libro de Vivian Gornick. Incluso, Jesús Carrasco, un novelista español, de Badajoz, que está de moda por su premiada “Elogio de las manos”, habla por algún lado de que el bolero se construye a base de letras quebradas.
No importa. Mi generación no cantaba boleros, pero los escuchaba a diario, en los programas de la radio, en los espacios de la televisión, o en la voz incesante de mamá o de un vecino ruidoso que gustaba del bolero tanto como del danzón y la guaracha escuchada a todo volumen en un viejo Telefunken que me parece ver todavía, inmenso para mis ojos, en la sala de su casa que siempre tuvo, y la sigue teniendo en mi memoria, las puertas abiertas.
Aquella “penetración cultural” invadió nuestros sentidos casi sin darnos cuenta y cuando los años avanzaron y conocimos que a una muchacha no se le podía enamorar con Engelbert Humperdinck, ni con Tony Bennett, ni con Frank Sinatra, ni con Tom Jones, que llegaría un poco más tarde que los anteriores, pero tampoco con Trini López, Los Hooligans ni Yordano, entonces arribó Nat King Cole, que era del grupo de esos crooner que en una onda snob, sin duda alguna, gustaba escuchar y alimentarse de sus egos ensoñadores aquella gavilla intrépida, de zaranda y nevisca, que estábamos comenzando a vivir la moda del hit parade y que ya podíamos atrapar unos centavos para acumular los costos del long play que colocábamos en un pick up de uso colectivo en la casa de Linche o de Carlos, o en la mía, que eran los centros de la vorágine y el delirio.
No cantábamos boleros, pero los descubrimos. Nunca supimos tal vez cuándo llegaron a cubrir nuestras entendederas, cuándo produjeron los latidos que nos permitieron regocijarnos en sus oquedades. Tal vez fue cuando Lucho Gatica pasó por la calle Duarte en un descapotable y yo, que vivía a cuadra y media, me fui de brazos de mi madre a ver aquel jolgorio decrépito de fan que gritaban al paso del chileno casi inmortal, la misma calle por la que vi pasar, a mis doce años, a Juan Bosch, que saludaba con las manos desde la ventana descubierta de su auto, quien viajaba, siendo presidente de la República, hacia Capotillo para presidir los actos del centenario de la Restauración. A Bosch nadie se lanzó sobre su auto, pero sí a Gatica. Lo recuerdo vivamente. Una muchacha, cuyo nombre guardé por largo tiempo hasta que se me esfumó de la memoria, que caminaba como una diosa tropical en trance, que obligaba a todos a mirarla cuando pasaba sin saludar ni hacer ningún gesto de simpatía, que parecía muda, o yo así lo creía, cambió los tonos de su proceder y se abalanzó sin remedio sobre el inmenso auto del cantante, que se decía le había prestado Poppy Bermúdez, cuya casa licorera auspiciaba su recorrido, y logró estamparle un beso en la boca que antes era algo que producía escándalo, y luego alguien la sacó del auto y ella volvió a la realidad, oronda y silvestre, regresando a su cotidianidad sin inmutarse, a caminar por las calles de mi pueblo con el talante de una diosa tropical en trance, muda de nuevo, sobre todo ahora que ya no tenía nada más que decir. Ese mismo día, ya al anochecer, según cuentan memorias ajenas, una muchachita, apenas llegando a la adolescencia, hizo filas en el Gurabito Country Club, de Santiago, para lograr, como otras muchas jóvenes, que Lucho le firmara un autógrafo, sólo que ella olvidó tinta y papel, y lo único que pudo ofrecerle al bolerista fue uno de su senos núbiles que entresacó de su blusa, como una ofrenda deslumbrante o como un obelisco radiante que Gatica fue incapaz de reconocer en su totalidad porque, dicen, hubo que traerle de urgencia agua de lluvia del caño que pendía del techo del Gurabito, que aseguraban los del lugar que era panacea para las efervescencias lascivas y las efusiones de la sensualidad.
Creo pues que fue con Lucho que se abrieron las grietas del placer del bolero, porque el bolero no es político, no se malquista ni se malogra. Gatica, que muchos años después Freddy Ginebra me contaría que lo conoció en el ascensor de un hotel de Chile, cuando ya no era “el rey del bolero” sino el recuerdo de lo que fue, y en vez de saludarlo lo sacudió una risa intempestiva al ver que era casi enano, que tenía cabeza de koala y que la gloria se le había perdido cuando tal vez alguna otra muchacha muda la extrajo de sus alforjas en uno de sus recorridos triunfales. Con Gatica, supongo, llegó todo lo demás: Roberto Ledesma, Javier Solís, Orlando Contreras, Felipe Pirela, Daniel Santos, Manzanero, Los Panchos, Toña la Negra, Marco Antonio Muñíz, y todos, todas, que seguimos escuchando hoy en la soledad acotejada de la noche, gracias a Spotify, mientras recordamos, recordamos, recordamos.
Nuestra generación no cantaba boleros. Cantaba lo que la década perdida, para algunos, nos mostraba con sus signos de batalla y derrota: Los Beatles, y sí, muy mucho, Joan Manuel Serrat. Hijo de anarquista, Serrat quiso en sus inicios cantar sólo en catalán, independentismo al vuelo que ya no le revienta. Y lo hizo en aquel festival de Eurovisión, en pleno franquismo, que produjo una polvareda, ya olvidada, que entonces fue de espanto. Y lo siguió haciendo, porque no fue hasta su tercer o cuarto disco que decidió cambiar al español, que lo engrandeció y lo llevó a subir los peldaños de la gloria, verso a verso. Antes de ser todo lo que ha sido, Serrat andaba con su guitarra en mano zambulléndose en los mares del tablao y organizando células de la Nueva Canción. Catalán y aragonés, una mezcla que dicen los entendidos que da parranda de la buena, anegadas de rebeldía y amoríos, decidió, al fin, la mare mía de por medio exigiendo cambio en la lengua y el lenguaje, cantar en castellano. Yo tenía 18 años cuando dio a conocer su primer LP. Nada sabíamos del Nano. Entonces, con ese disco de larga duración, como le llamaban entonces, vinieron tres, sobre todo tres que daban la tres y cuarto en cualquier reloj que se considerase sensible a las buenas formas del canto: “Tu nombre me sabe a yerba”, “Penélope” y “Manuel”. Qué forma de estrenarse. Nos metió a todos en su candelero y, desde entonces, a Dios que reparta la túnica (“Tu nombre me lleva atado/ en un pliegue de tu talle/ y en el bies de tu enagua”). Uno sabe, con toda decrepitud y saña, que nos persigue desde entonces, que nos acompaña con aquella chica de la que sólo se sabe que tenía, o aún tiene, un bolso de piel marrón, unos zapatos de tacón y un vestido dominguero. Ah, y que fue la culpable de detener el reloj de la infancia del trovador.
Van 55 años desde entonces. Más de lo que, tal vez, pudo ser predecible. Mucho más de lo que dura un durazno en flor, de lo que permanece el sol caliente lejos de la gente y del encinar, de lo que el tiempo de amarse a media voz, en medio de la lluvia, puede sostenerse. Después, todo lo que vino después: Machado, Alberti, Lorca, Hernández, enseñando a tantos que le siguieron, cómo la poesía podía hacerse canción de pueblo, en cantares que van haciendo camino, golpe a golpe.
Mi generación se olvidó de todo lo anterior y de todo lo de después. Y ahora, con los años encima, subiendo a la fiesta (“Gloria a Dios en las alturas/ recogieron las basuras/ de mi calle ayer a oscuras/ y hoy sembrada de bombillas…”) uno sigue redescubriendo al Nano entre las luces del Mediterráneo, entre esas pequeñas cosas y un barquito de papel, junto al Tío Alberto y aquella Lucía que sigue construyendo una historia de amor, la más bella que tuvimos y tendremos, por siempre. No lo discutamos más. Al margen de cualquier sensiblería, la nuestra fue la Generación Serrat. La que sigue vive y palpita. La que no se cansa de vagabundear. La que, entre coplas y gorriones, y lunas pálidas y frías, y amaneceres rotos, sigue siendo la vendimia que entró en la adolescencia para alojarse en nuestros andamios de dureza y alcanfor, seguramente para siempre. Ahora que acaban de otorgarle, en su retiro a los 80 años, el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, y antes, el Rey le colgó del pescuezo la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, premio y condecoración que nunca pudo soñar que se la darían a su espíritu insurgente, pateador de anacronismos y vencedor de la guadaña franquista con versos estrujados en pleno rostro de la dictadura, es hora de declararnos serratistas y acotejar una declaración de principios donde conste que sus coplas son un vino que nos sigue trastornando y que habrán de seguir siendo uno de los pocos alimentos que nos llegan al corazón. Sí, la mía fue la Generación Serrat. La del bolero es otra.
Para Linche y Carlos Federico,
donde quiera que nos estén esperando.
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