Ocaso acaso

Entonces lo de Haití no era lo que es ahora, sino algo muy distinto

Voy a empezar con la primera estrofa de un poema de mi propia inspiración, intitulado “Haití”, que dice así: Haití, volcánica penumbra, /permite que este verso se rompa entre mis dientes /como se rompe al sol tu piel bañada en llanto / y hagan mis manos un claro crucigrama para tu voz / en donde quepan todas las palabras amables del idioma. No es la gran cosa, ya lo sé; no hace falta que me lo digan. Si lo cito es para dejar claro, ya de entrada, que el sentimiento que lo produjo, la mezcla de premonición, aturdimiento y afectuosa solidaridad que intenta transmitir sigue tan viva en mí como en aquel momento de hace ya más de medio siglo. Hablo de los haitianos, no de los sinservires que les sacan el jugo.

En esa época trabé buena amistad con un poeta que se suicidó porque no soportaba que los poemas que escribía no estuvieran a la altura del sentimiento que los originaba. Siempre he creído que no debió hacerlo. Mi amigo era evidente que confundía las cosas, lo que se explica por sus pocos años, y no podía entender (aunque, teóricamente, lo supiera) que el dominio de la lengua y la intensidad de la emoción son esferas distintas de la aprehensión del mundo, y más cuando se trata de fundirlos con fines estéticos. El primero se perfecciona a base de trabajo y disciplina y la otra se transforma, con el tiempo, a su aire, como le da la gana. Ahí no hay nada que hacer.

También hace ya décadas, alguien que en paz descanse me hizo una entrevista en la que me preguntaba, con ánimo capcioso, cuál era, para mí, el principal problema del país, pensando, a lo mejor, que le iba a contestar la primera sandez de carácter político que se me ocurriera. Entonces lo de Haití no era lo que es ahora, sino algo muy distinto, aunque ya en gestación. Luis Pie, el del cuento de Bosch, seguía siendo la desventura personificada, no un haitiano que huía de su país buscando mejor vida en el de al lado. Pero yo respondí, precisamente, eso: “Haití”.

No se me olvida nunca la mezcla de sorpresa revolucionaria y sonrisita acusatoria de vaya a saber qué con que aquel individuo dejó de tomar nota. Mi respuesta dio pie para que, al día siguiente, no pocos contertulios, ya enterados por él, chismoso personaje, no por la prensa en sí, pues la entrevista no se publicó (“esto no es un país; es un solar”, se decía antes) me miraran con cara de reproche, como a un alterador de la utopía bimembre que había que practicar para que te admitieran en el club de enemigos del sistema. Pero yo siempre me he sentido satisfecho de mi respuesta, porque creo, sigo creyendo, que era la correcta. Muchos otros también, pero se hacían los locos.

Cuando tuve el honor de recibir, en mi condición de presidente del Consejo de la permanentemente y, con frecuencia, injustamente denostada OEA, al presidente de Haití, el señor Martelly (con quien sostuve luego un diálogo de lo más divertido que se pueda pensar), no conseguía quitarme de la mente el mucho tiempo que habíamos perdido en enfrentar de forma razonable y, tal vez, fructífera para ambas partes, el controvertido tema de nuestras relaciones y de la indetenible inmigración haitiana. Y voy a decir por qué.

Yo leo y releo y requeterreleo todo cuanto se dice y se pregona en torno a dicho asunto y no consigo ver más que propuestas que no acaban de estar, desde el punto de vista práctico, a la altura de la buena intención que las genera, en lo cual se parecen a los poemas de mi amigo suicida. Cuando oigo hablar de cosas como la creación de zonas francas en la frontera, por ejemplo (una de las más luminosas ideas de la economía utópica que tanto se practica entre nosotros), propuesta por algunos como una de las formas (buenas, bonitas y baratas) de resolver el complejo problema, sencillamente me parto de la risa. Y lo mismo me ocurre con muchas otras de más o menos parecido corte.

De tanto laissez faire y tanto compadreo (nuestros mayores males) el asunto se nos ha ido de las manos o nos ha desbordado por completo. Una pregunta como ¿y qué pasa si de repente nos quedamos sin la mano de obra haitiana?, que se repite tanto y, para colmo, con aire doctrinario, como quien deja a los demás sin argumentos, carece absolutamente de sentido a estas alturas de la situación. Primero, porque nunca debimos crear las condiciones para que ahora se pueda formular con tan descarado cinismo, hasta con prepotencia, y, segundo, porque, efectivamente, no estamos preparados para semejante operación. Así de simple.

No sé, ni me interesa saber, cuántos se habrán enriquecido por no haber sabido enfrentar, como país, a su debido tiempo, el gravoso problema de una inmigración a la que podríamos llamar abusiva, si no fuera practicada por una multitud desarrapada y sin sitio en el mundo, ni sé tampoco cuántos dominicanos se habrán ido del nuestro, por el avance de tanta gente pobre, a ser la pobre gente de cualquier otra parte. Seguro que hay estadísticas y expertos en el área que las conozcan y las dominen bien. Pero eso, ahora, no nos ayuda para nada ni en nada, independientemente de los discursos que se echen y de los seminarios que se hagan.

Hemos llegado, a mi modo de ver, a un verdadero callejón sin salida; solo que, en el trayecto, mientras nos agolpábamos para entrar en lo que de antemano debíamos saber que no nos conducía a ninguna parte, los que no nos profesan simpatía —y que existen; yo los conozco bien—, han estado incordiando de manera incesante, a veces con sofismas de corte humanitario, otras con argumentos del todo inaceptables, y complicando aún más la situación actual, repleta, por su parte, de estridencias y desentendimientos que no hacen más que crisparnos los ánimos.

Que Haití se desarrolle. Por supuesto que sí. Y nosotros, y el Africa también, y los millones de desahuciados del universo mundo. Ese puede que fuera alguna vez el punto. Pero me temo que ya no lo es. En este asunto hay varios factores de incidencia perversa y muy probablemente irreversibles. Por parte de Haití, los ya sabidos, el demográfico y la necesidad extrema, y, por la nuestra, la inconsistencia y la falta de determinación con que dejamos que todo se estropeara, el no haber aplicado a su debido tiempo (lo repito), políticas, medidas, restricciones que en el presente se han tornado inviables. La correlación, no de fuerzas, de debilidades se nos ha vuelto en contra, y lo demás son esfuerzos inútiles, desahogos de gente legítimamente preocupado por lo nuestro, pero qué no sabe, con precisión, qué hacer. Y si alguien que me lea está esperando (con un rabioso “resuélvelo tú”, o algo por el estilo, dibujado en la cara) que haga alguna propuesta, le diré que lo siento, que mis análisis me llevan a otro sitio, no, en ningún caso, a solución alguna.

Creo, estoy convencido, de que a la situación con el vecino —volcánica penumbra—, no le cabe ninguna. Creo que este barullo entre sentimental, humanitario, histórico, social, geopolítico, etcétera, no se resolverá con nuevos ni con viejos argumentos, ni con iniciativas de antemano fallidas (como la del muro, que ni construiremos ni se respetará), y con el tiempo no hará más que crecer y complicarse.

Será, claro, hasta un punto. Pero no me parece equivocado concluir que, siendo así, vamos directos a un conflicto de naturaleza y magnitud del todo impredecibles. ¿Será una mezcolanza poblacional que dé al traste con el proyecto duartiano, como vaticinan algunos? ¿Será un enfrentamiento de carácter social y más o menos bélico? ¿Será una convivencia repleta de tensión, insoportable, crítica? Imposible saberlo: hasta tanto no llego. Pero sí convendría que reconsideráramos nuestra posición al respecto y nos pusiéramos manos a la obra en previsión de lo que, en adelante, pueda sobrevenirnos, porque mucho me temo que también esta vez nos van a dejar solos.

Escritor, profesor y diplomático dominicano.