Las protestas y el innombrable racismo en Perú
Las protestas en Perú sorprenden por su duración, simultaneidad y la ausencia de líderes políticos o civiles visibles
Los manifestantes, en su mayoría de regiones andinas y excluidos del progreso económico, se confrontan con un sector urbano excluyente que los enfrenta con estigmatización y represión
Debo haber tenido seis años cuando mi madre se negó a sí misma para protegerme: “Si te preguntan de dónde son tus padres, les dices que tu mamá es de Ica y que tu papá es de Arequipa”, me dijo mientras terminaba de peinarme. Me puso un lazo en el cabello y salimos rumbo al colegio, en Miraflores, uno de los distritos más pudientes de Lima, donde viví y estudié mis primeros años.
Tiempo después entendería que su natal Ayacucho, en la región sur andina de Perú, era una palabra casi prohibida en la capital. Que aquellos que emigraron de esta ciudad andina eran mirados con recelo y señalados como terroristas solo por haber nacido allí; y que el gentilicio de Puno, la región limítrofe con Bolivia donde nació mi padre, era usado como insulto en urbes clasistas.
Nada ha cambiado en Perú. En los últimos años se ha extendido en el país el llamado ‘terruqueo’, un término que define la práctica de desacreditar a las personas que protestan acusándolas de terroristas. El objetivo es menoscabar su voz y credibilidad. Pues bien, el terruqueo y la discriminación por el lugar de procedencia o el color de la piel tampoco han desaparecido con el traspaso generacional. En las mejores universidades privadas de Lima la presencia de un indígena es tan disruptiva que desde que se creó Beca 18, el programa estatal que financia a jóvenes talentosos y en situación de pobreza, sus oficinas de bienestar estudiantil han tenido que incluir programas de integración para ayudar a los alumnos que llegan de regiones. Sus méritos académicos no sirven cuando se les juzga por la apariencia y forma de hablar.
Este país, que expone su diversidad para el turismo pero que no se reconoce en ella, vive desde hace dos meses protestas impulsadas por ciudadanos de las regiones andinas. En sus propias localidades, o movilizándose en caravanas hasta Lima, hombres y mujeres quechuahablantes, algunos con ponchos, faldas tradicionales, sombreros y banderas características de sus provincias, encabezan las marchas que piden la salida de la presidenta Dina Boluarte y el cese del Congreso. Pero, al igual que en las aulas universitarias, el poder centralizado en la capital no los trata como iguales.
Los prejuicios raciales se extienden a diferentes estratos socioeconómicos y geográficos, no son exclusivos de personas de raíces más europeas, y alcanzan a miembros de una misma familia u origen. La presión alcanza a mestizos, cholos y andinos que quieren marcar distancia de sus orígenes para no quedar incluidos en el grupo de los marginados. Su manifestación está tan normalizada que incluso la presidenta Dina Boluarte, nacida en la región sur de Apurímac, subrayó la diferencia entre sus rasgos físicos y la de los manifestantes en un mensaje que intentaba invocar a la hermandad. “Aquí no somos europeos ni de sangre azul, ni porque mis ojos sean claros soy diferente a ustedes”, dijo en Cusco.
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En el siglo pasado en Perú se abrió paso un proceso para desconocer la raza en términos fenotípicos a cambio de distinguir a las personas por su nivel cultural o jerarquía de clase. Pero esa tendencia, lejos de establecer una mayor igualdad, creó un orden de cosas en el que, sin importar sus orígenes raciales, quien asciende en la escala social comienza a despreciar a sus inferiores en términos de lo que la antropóloga Marisol de la Cadena ha llamado “racismo silencioso”.
“La nueva generación de intelectuales suscribió una difusa noción de raza, la misma que rechazaba explícitamente las diferencias biológicas definitivas, mientras que aceptaba como jerarquías raciales las diferencias ‘intelectuales’ y ‘morales’ presentes entre los grupos de individuos. Por cierto, los estándares para medir estas diferencias eran arbitrarios y, de hecho, fueron establecidos por las élites”, señala la autora en uno de sus textos.
La reacción de la clase política
En diciembre, el entonces presidente del Consejo de Ministros, Pedro Angulo, dijo en televisión nacional que los asesinatos de manifestantes en regiones del sur se debieron, en parte, a que ellos hablaban otra lengua. “[Los manifestantes] traen gente de altura que no habla español. Entonces, cuando el policía les dice algo, no entienden y siguen avanzando porque están azuzados, entonces se producen las desgracias”, dijo, sin que los periodistas reaccionaran ante esta justificación de la violencia.
Dos días después Angulo fue consultado por el mismo tema, pero, lejos de rectificarse, añadió otro argumento a su lógica: el terruqueo. “Conversé con policías que venían de Andahuaylas y nos decían eso, que ellos querían hablar con esas personas que aparentemente no entendían español. No es una táctica de ahora, es una táctica que aplicó [el grupo terrorista] Sendero Luminoso”, añadió.
¿Es una táctica terrorista no saber español? ¿Los peruanos quechuahablantes no tienen derecho a marchar y protestar? Parece ser que el limeño puede ignorar la lengua originaria del Perú, el quechua; pero el andino, que sí la usa en su cotidianidad, está obligado a hablar español, de lo contrario, corre el riesgo de morir.
El estallido social ha servido de telón para que la clase política haga gala de su efervescencia racista y discriminatoria, pero los medios de comunicación se muestran incapaces de encarar estas expresiones.
Marco Avilés, periodista y escritor especializado en estos temas, sostiene que “la élite no racializada” de Perú se formó en burbujas socioeducativas, en colegios y universidades de prestigio que imparten una versión incompleta de la realidad peruana. Estas personas pocas veces se cuestionan para identificar y frenar el racismo, y por el contrario acusan de resentido y acomplejado a quien expone el problema. “Una persona de 30 o 40 años que ejerce un cargo público, y que dice que el racismo no existe, es sumamente ignorante. Pero no es una ignorancia que venga de la pobreza, sino del poder, y a los poderosos les conviene que sea así”, señala Avilés.
Por ejemplo, la congresista Norma Yarrow, del partido de derecha Avanza País, expuso en televisión el prejuicio que las élites tienen sobre los peruanos de los Andes, al decir que “la gente de provincia no tiene la capacidad de entender que una Asamblea Constituyente no les proveerá comida”. También vimos al congresista de Fuerza Popular, Juan Carlos Lizarzaburu, cuestionar el término “originario” y denigrar a la bandera Wiphala, símbolo de los pueblos indígenas.
“Déjense de hablar de originario y la bandera del Tahuantinsuyo (...) la Whipala, ese mantel de chifa, fue adoptada por algunos resentidos sociales bolivianos. Dejémonos de hablar de origen y de tonterías que no tienen nada de productivo para nuestro país”, dijo Lizarzaburu durante un debate parlamentario para evaluar el adelanto de elecciones.
Las afirmaciones de Lizarzaburu, viralizadas y celebradas en redes por un sector de la sociedad, derivaron en un tardío comunicado del Ministerio de Cultura en el que lamentan las expresiones que invisibilizan al Perú como un país multicultural y diverso, y fomentan la discriminacion etnico-racial entre sus habitantes.
Rolando Pilco Mallea, antropólogo aymara de Puno, señala que la academia, la clase política y la élite limeña mantienen el desfasado concepto paternalista que concibe al indígena como un ser callado, que no razona por sí mismo y que debe permanecer en su lugar de origen. Un indio al que se le permiten ciertas concesiones, pero no rebelarse. Una narrativa aceptada en programas humorísticos de televisión, en conversaciones de barrio, en redes sociales, en instituciones del poder.
Según el antropólogo, esta visión obsoleta les impide comprender que la modernidad y el desarrollo académico han llegado a las comunidades indígenas, y que sus hijos pueden ser universitarios o autoridades en su localidad, tener bienes, y al mismo tiempo ser campesinos. “Desconocen la diversidad de culturas y formas de organización en el ande. Ellos aseguran que los manifestantes son manipulados y traídos por terceros, como si no tuvieran decisión propia. Ignoran las colectas y costumbres solidarias, los tiempos de siembra y cosecha, y la toma de decisiones comunales en los pueblos indígenas. Y como ignoran estos factores, les es más fácil afirmar, sin pruebas, que las protestas son financiadas por grupos criminales. En su narrativa el indígena no tiene libre albedrío”, señala Pilco.
Hasta el momento 48 adultos, niños y adolescentes han sido asesinados en circunstancias directamente vinculadas a la represión militar y policial, y casi todos, excepto uno, murieron en las regiones. La mayor masacre tuvo lugar el 9 de enero, cuando 17 peruanos perdieron la vida en Puno. Aún así, para el congresista de Avanza País, Alejandro Cavero, y para su colega de Acción Popular, María del Carmen Alva, el gobierno debería aplicar “medidas más drásticas” contra los manifestantes.
El último informe de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDDHH) documenta ejecuciones extrajudiciales cometidas por agentes del Estado con armas prohíbidas, como los fusiles AKM. Un hecho que “niega la versión oficial de que los manifestantes se mataron entre ellos”, señala el documento. Aquí también se detallan las violaciones a los derechos humanos que han ejercido contra los manifestantes, como el uso indiscriminado de la fuerza, detenciones arbitrarias, tortura policial, obstaculización de la defensa y ataque a la prensa.
“Hay una carga profundamente racista en la actuación de la policía. No es casualidad que las muertes se hayan producido en las regiones donde hay población indígena”, dijo Mar Pérez, responsable de la Unidad de Defensores de la CNDDHH, durante la presentación de este balance.
El politólogo Omar Coronel, especialista en el estudio de manifestaciones públicas, explica que el racismo y la discriminación son constantes contra las protestas sociales al interior del país. “En Lima, donde se concentra el poder, hay mayor contención en el uso de la fuerza porque el Gobierno sabe que es más fácil evidenciar los posibles abusos. En cambio, en regiones donde hay menor presencia del Estado, donde vive la población indígena más marginalizada, la violencia no tiene contención. Las vidas de los limeños terminan valiendo más”.
Una revisión del archivo de manifestaciones sociales de los últimos 20 años evidencia que en las protestas más trágicas —como la oposición a los proyectos mineros Conga, en Cajamarca, y Tía María, en Arequipa— el desprecio visceral que manifiestan agentes de la policía contra los habitantes de regiones es el mismo al que vemos estos días. Frases como “son perros conchatumadre” o “mata a esa chola de mierda”, no son nuevos. La actuación policial mezcla el choleo con el terruqueo.
“La policía persigue al fantasma de los sectores populares e indígenas como enemigos del Estado. Es el viejo trato que se forjó en el conflicto armado interno. El gran problema es que, a 20 años del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), no hemos tenido una verdadera reconciliación nacional y revisión de lo que pasó en el periodo del terrorismo. Tampoco hubo una reforma policial que permita a las unidades entender que no están en el mismo terreno que en los años 80”, sostiene Coronel, también docente de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
Buena parte de los medios de comunicación en Lima reafirman esa narrativa que busca justificar la represión y deshumanizar a los manifestantes. Los cánticos, marchas y demandas de los que se movilizan de manera pacífica a lo largo del día no son el eje de sus noticias. La prensa de señal abierta enciende sus cámaras cuando cae la noche, para enfocar a los grupos que empiezan a enfrentarse violentamente con la policía. Recién en los últimos días, algunos canales se han percatado que pueden dejar de tratar a los manifestantes de regiones como una masa y empezaron a entrevistarlos para individualizar sus voces y reclamos.
Solo los medios digitales, la redes sociales y periodistas y fotógrafos independientes han permitido conocer el racismo y maltrato de las fuerzas del orden. Por ejemplo, el video grabado cuando un contingente policial irrumpió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). En las imágenes se ve a una policía apuntar con el dedo y gritar “¡Cállate, he dicho que te calles!” a una señora de polleras y trenzas que tenían reducida en el pavimento, boca abajo, junto a decenas de manifestantes de provincias. La agraviada se llama Yolanda Enríquez Vargas, tiene 58 años y es de Huancavelica. Tras ser liberada denunció que todos fueron víctimas de maltratos y ofensas de la policía, con frases como “terrucos de mierda”.
Este trato es impensable cuando detienen en Lima a una persona no indígena y no pobre, dice Ana Lucía Mosquera Rosado, consultora especializada en temas de diversidad y no discriminación. “Parece que hubiera dos tipos de ciudadanía, una que debe ser respetada y otra que ni siquiera tiene que ser vista ni oída (...) La discriminación racial se basa en la deshumanización, en mostrar que estas personas no son humanas y no merecen tener derechos ni voz”.
El peligroso camino al odio
En otro video grabado en el centro de Lima aparecen dos jóvenes caminando entre una fila de policías armados y una mujer campesina, vestida con sombrero y polleras, que protesta con una bandera en la mano. Entre risas, uno de los transeúntes pide que le disparen a la señora. “Métele bala”, dijo. “Esta actitud canallesca no es aislada, representa a un grupo más numeroso y virulento que está forjando su cultura política en el calor de una supuesta lucha anticomunista. Esta narrativa violenta, politizadamente racista, se exacerbó en la campaña presidencial que dio como ganador a Pedro Castillo”, explica Coronel.
Mosquera Rosado señala que en aquella contienda electoral se hizo explícito el desprecio racial y violencia contra los votantes de Castillo, como si se tratara de ciudadanos de menor categoría que no saben votar. El riesgo actual, dice, es que estos mensajes de odio escalen a actos organizados. “Si estos discursos se repiten y amplifican, se asumen como ciertos, y pueden hacer que las personas sean clasificadas como desechables”.
Pero la intensificación de los ataques discriminatorios en Perú no se comprende sin el contexto internacional. El empoderamiento de la extrema derecha, a nivel global, ha legitimado e incrementado los discursos autoritarios, pues parte de su denominada batalla cultural contra la corrección política se vanagloria del racismo. “La extrema derecha dice que los liberales niegan datos de la realidad por corrección política, por ejemplo, que los campesinos e indígenas son brutos, lo que es falso. Pero como quieren romper con el supuesto pudor político, ahora se presentan como orgullosamente racistas”, añade Omar Coronel.
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Las protestas en Perú no dan señales de tregua. Lima se ha convertido en el eje de marchas consecutivas, en paralelo a las movilizaciones que se organizan en las provincias, donde no consideran posible el diálogo con un gobierno que asesina a sus hermanos y los estigmatiza. El Ejecutivo, en tanto, responde con más represión y amedrentamiento. Incluso ha habilitado un correo para que cualquier ciudadano pueda denunciar, de forma anónima, a personas que presuntamente cometen el delito de apología al terrorismo. Es decir, más ‘terruqueo’.
* Pieza de análisis realizada por Elizabeth Salazar para la plataforma latinoamericana de periodismo CONNECTAS.
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