Las violaciones durante el genocidio de Ruanda, un trauma que perdura
Testimonio de valentía frente a la violación genocida
Cada mes de abril, coincidiendo con las conmemoraciones del genocidio de 1994, Agatha, una ruandesa de etnia tutsi, apagaba la radio, se metía en la cama y se quedaba allí, tan inmersa en sus pensamientos que una vez su hija Agnes, de diez años, le preguntó si era una de las víctimas.
Fue la abuela de Agnes quién respondió a la pregunta. Y la respuesta la dejó helada. "Grité e inmediatamente empecé a tener miedo de mi madre, porque sentía que yo era una herida en su alma", recuerda Agnes, que ahora tiene 28 años.
De niña, se enteró de que su madre y su abuela formaban parte de las al menos 250,000 mujeres y niñas que, según datos de la ONU, fueron violadas por extremistas hutus durante el genocidio contra la minoría tutsi.
Debido al estigma asociado a la violación genocida, los nombres de ambas mujeres se han cambiado, a petición suya.
Agatha fue violada y secuestrada por un excompañero de clase hutu durante los 100 días que duró la masacre, que dejó 800,000 muertos, mayoritariamente tutsis, pero también hutus moderados.
Solo tenía 17 años cuando dio a luz, en Tanzania, adonde su violador la obligó a huir con él por temor a las represalias de la milicia rebelde tutsi que tomó el poder en julio de 1994, el Frente Patriótico Ruandés.
El agresor murió poco después.
Los familiares de Agatha la instaron a matar al bebé, pero ella se negó. Y, sin embargo, cada vez que miraba a Agnes lo hacía con dolor, por el futuro al que tuvo que renunciar.
Agatha soñaba con ser veterinaria para poder encargarse del gran rebaño de vacas de su familia.
Discriminación
Durante su infancia, la discriminación era el pan de cada día, incluso en la escuela, donde sus profesores hutus no ocultaban su desdén hacia los estudiantes tutsis.
Pero ella nunca se hubiera podido imaginar que un día vería a su padre siendo asesinado ante sus ojos y sus restos arrojados en una letrina por un vecino suyo, hutu.
En 1996, cuando volvió a Ruanda desde Tanzania, todo había cambiado. Las vacas se habían ido, el dinero era escaso y Agatha era "una niña que tenía una niña", como ella misma dice.
"Dios la crió, yo no. Yo no tenía las capacidades", explica Agatha, de 45 años, a la AFP.
A Agnes, su familia le dio de lado por ambas partes: sus parientes por parte de padre, hutus, la llamaban "serpiente" (una retórica estatal que atizó las masacres) y sus familiares por parte de madre la acusaban de perpetuar el linaje de los autores del genocidio.
A los 16 años, se fue de casa y trabajó como mesera y trabajadora sexual.
No regresó a su aldea natal, en el distrito de Ngoma, en el este, hasta 2018, cuando su primer esposo las abandonó a ella y a su hija al descubrir que Agnes era "fruto de una violación".
Se volvió a casar y tuvo otro hijo. En los cinco años siguientes, madre e hija llevaron una convivencia difícil, sin hablar sobre su pasado.
Un largo camino por delante
Los nacidos de una violación, que la oenegé Survivors Fund cifra en 20.000, no son reconocidos como víctimas de genocidio por el gobierno.
En 2020, la asociación Interpeace, radicada en Ginebra, empezó a organizar unos talleres para tratar el trauma generacional en Ruanda, un proyecto llamado "Mvura Nkuvure" ("Cúrame, yo te curo", en idioma kinyarwanda).
El año pasado, Agatha aceptó participar en uno. Durante tres meses, apenas habló, pero, al escuchar los relatos de los otros asistentes, se dio cuenta de que ella no era la única que vivía con una historia que estaba desesperada por olvidar.
Al poco, su hija empezó a asistir a sesiones con otro grupo. Desde el primer día, tomó la palabra, y durante las siguientes sesiones habló, habló y habló. "Me sentí aliviada (...) porque dije cosas que siempre me había asustado decir", relata.
La vergüenza que había arrastrado durante años empezó a disiparse, así como el enfado que sentía hacia su madre. "Me di cuenta de que todo lo que ella no me dio tampoco lo tuvo para sí", explica.
Clenie, el moderador que supervisó los talleres, dijo a la AFP que el proceso estaba destinado a ayudar a los participantes a "encontrar un terreno de entendimiento".
"Ruanda todavía tiene un largo camino por delante para curarse, pero hemos hecho algunos avances", apuntó.
Casi 30 años después del genocidio, Agatha afirma sentirse más fuerte de lo que se había sentido en años.
"Hay imágenes que no puedes borrar, no importa cuán fuerte lo intentes. Pero soy lo suficientemente valiente como para sobrellevar los malos recuerdos cuando aparecen".
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