El amor según José Ortega y Gasset
El amor según José Ortega y Gasset
El escritor dominicano Manuel Mora Serrano publicará, dos veces a la semana, fragmentos de dos conferencias, dictadas hace unos años, en las que extrapola ideas sobre poesía que alimentan el alma, para ponerlas al servicio de nuestros lectores dos días a la semana, jueves y sábados. Esta es la décima de ellas, donde habla del amor según José Ortega y Gasset.
Spinoza no miró bien: amar no es alegría. En el modo de comenzar se parece, ciertamente, el amor al deseo, porque su objeto –cosa o persona– lo excita. El alma se siente irritada, delicadamente herida en un punto por una estimulación que del objeto llega hasta ella. Tal estímulo tiene, pues, una dirección centrípeta: del objeto viene a nosotros. Pero el acto amoroso no comienza sino después de esa excitación; mejor, incitación. Por el poro que ha abierto la flecha incitante del objeto brota el amor y se dirige activamente a éste: camina, pues, en sentido inverso a la incitación y a todo deseo. Va del amante a lo amado –de mí al otro– en dirección centrífuga. Este carácter de hallarse psíquicamente en movimiento, en ruta hacia un objeto; el estar de continuo marchando íntimamente de nuestro ser al del prójimo, es Hablemos del amor, pero comencemos por no hablar de «amores». «Los amores» son historias más o menos accidentadas que acontecen entre hombres y mujeres. En ellas intervienen factores innumerables que complican y enmarañan su proceso hasta el punto que, en la mayor parte de los casos, hay en los «amores» de todo menos eso que en rigor merece llamarse amor. Es de gran interés un análisis psicológico de los «amores» con su pintoresca esencial al amor y al odio. Ya veremos en qué se diferencian ambos. No se trata, sin embargo, de que nos movamos físicamente hacia lo amado, que procuremos la aproximación y convivencia externa. Todos estos actos exteriores nacen, ciertamente, del amor como efectos de él, pero no nos interesan para su definición, y debemos eliminarlos por completo del ensayo que ahora hacemos. Todas mis palabras han de referirse al acto amoroso en su intimidad psíquica como proceso en el alma.
Comparando a los novelistas Stendhal y Chauteaubriand como enamorados, nos dice que el primero era un pica flor mientras: Chateaubriand, por el contrario, se encuentra siempre «hecho» el amor. No necesita afanarse. La mujer pasa a su vera y súbitamente se siente cargada de una mágica electricidad. Se entrega desde luego y totalmente. ¿Por qué? ¡Ah! Ese es el secreto que los tratadistas del donjuanismo hubieran debido revelarnos. Chateaubriand no es un hombre hermoso. Pequeño y cargado de espaldas. Siempre malhumorado, displicente, distante. Su adhesión a la mujer amante dura ocho días. Sin embargo, aquella mujer que se enamoró a los veinte años, sigue a los ochenta prendada del «genio», a quien tal vez no volvió a ver. Esto no son imaginaciones: son hechos documentales. Un ejemplo entre muchos: la marquesa de Custine, la «primera cabellera» de Francia. Pertenecía a una de las familias más nobles y era bellísima. Durante la revolución, casi una niña, es condenada a la guillotina. Se salva gracias al amor que despierta en un zapatero, miembro del Tribunal. Emigra a Inglaterra. Cuando vuelve, acaba de publicar Chateaubriand Atala. Conoce al autor e inmediatamente brota en ella la locura amorosa. A Chateaubriand, perennemente caprichoso, se le antoja que madame de Custine compre el castillo de Fervaques, una antigua residencia señorial donde Enrique IV pasó una noche. La marquesa reúne cuanto puede de su fortuna, aún no bien reconstruida después de la emigración, y compra el castillo. Pero Chateaubriand no muestra premura en visitarlo. Por fin, al cabo del tiempo, pasa allí unos días, horas sublimes para aquella mujer apasionada. Chateaubriand lee un dístico que Enrique IV ha instalado en la chimenea con su cuchillo de caza: La dame de Fervaques mérite de vives attaques. Las horas de dicha transcurren aceleradamente, sin retorno posible. Chateaubriand se aleja para no volver o poco menos: navega ya hacia nuevas islas de amor. Pasan los meses, los años. La marquesa de Custine se acerca a los setenta. Un día enseña el castillo a un visitante. Al llegar éste a la habitación de la gran chimenea, dice: «¿De modo que este es el lugar donde Chateaubriand estaba a los pies de usted?» Y ella, pronta, extrañada y como ofendida: «¡Ah, no señor mío, no; yo a los pies de Chateaubriand!»
El ama de casa conoce que su criada se ha enamorado cuando empieza a notarla distraída. La pobre mujer no tiene la atención libre para movilizarla sobre las cosas que la rodean. Vive embobada, ensimismada, contemplando en su propio interior la imagen del amado, siempre presente. Esta concentración hacia su propio interior da al enamorado una apariencia de sonámbulo, de lunático, de «encantado». Y, en efecto, es el enamoramiento un encantamiento.
El filtro mágico de Tristán ha simbolizado siempre con sugestiva plasticidad el proceso psicológico del «amor». En los giros del lenguaje usual que condensan atisbos milenarios existen veneros magníficos de psicología sumamente certera y no explotada aún. Lo que enamora es siempre algún «encanto». Y este nombre de la técnica mágica, dado al objeto del amor, nos indica que la mente anónima, creadora del idioma, ha advertido el carácter extra normal e irremisible en que cae el enamorado.
(De Alianza Editorial, Madrid, España, 1939)