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Amados y caprichosos cuerpos nuestros

De Montaigne a Alain de Botton

La tragedia de disquisición, que la consciencia de ser ha plasmado en estos vivientes humanos, de sabernos –o por lo menos creernos- existir en la dualidad mente-cuerpo, materia-espíritu, ha venido pugnando en nuestros egos desde el principio de la humanidad, trayéndonos reales o imaginarias dificultades, apuros, fracasos y bochornos, sin encontrar la armonía o el acuerdo en esta curiosa paradoja.

Efectivamente, a medida que avanza nuestra civilización y se complejizan los entrabes culturales, más tendemos a interpretar o tomar como antagónicas las sutilezas, abstracciones, nobleza, agudezas y facultades de la mente y el espíritu al confrontarlas con las realidades, posibilidades y limitaciones físicas de nuestros funcionales aunque no siempre leales cuerpos.

Desde la irrupción culta e inteligente en lo mundanamente connatural, que de manera magistral abordara reveladora y novedosamente el contemporáneo Alain de Botton a las agudas e inteligentes observaciones del filósofo y pensador Michel de Montaigne en el siglo XVI, sobre nuestra auténtica condición de humanos precarios, faltos de mejores y más sabias actitudes para la satisfacción y la felicidad, nuestros progresos integradores han sido menos que lentos, resultando en irreductibles desavenencias entre lo que está en nuestras cabezas y lo que ocurre con nuestros amados y caprichosos cuerpos. 

La confusión, producto del conocimiento y de nuestra creencia de ser la especie en el tope o cima de todo lo viviente, por lo menos en La Tierra, nos dificulta grandemente la aceptación del hecho irrefragable de que, lejos de ser dueños de nuestro cuerpo y funciones orgánicas, en realidad somos prisioneros y posesión de éste, pues tiene a nuestra mente como un rehén al servicio de sus antojos y caprichos. Olvidamos lo que la ciencia en los últimos cien años nos ha revelado sobre la presencia permanente y preeminente del cerebro reptil, capaz de bloquear la racionalidad cuando se siente amenazado y los no menos importantes sistemas simpáticos y parasimpáticos, que operan con total autonomía para el funcionamiento de nuestras funciones, a contrapelo de nuestra voluntad y deseo.

“¡Qué problemático resulta a la vez tener un cuerpo y una mente! pues aquél se halla en contraste casi horroroso con la dignidad e inteligencia de aquella” dice el reputado pragmático filósofo contemporáneo: “Nuestro cuerpo huele, duele, se debilita, late, da punzadas y envejece. Nos obliga a peer y eructar, a postergar o cancelar compromisos importantes por simplezas como tener una pesada digestión, dolor de cabeza o a renunciar a planes sensatos para tumbarnos en la cama con otra persona, sudando y emitiendo sonidos intensos que recuerdan al llamado de las hienas”.

Y es que, a pesar de nuestro orgullo, de nuestro cada vez más avanzado dominio del micro mundo, adentrándonos en la compresión del macrocosmos y construyendo refinados artilugios tecnológicos, ahora con la novedad irrumpiente de la inteligencia artificial, nuestra vida puede alterarse por completo con una ligera variable de los dictámenes autónomos de nuestros cuerpos -tan solo con un callo molesto, una erupción cutánea o una rinitis inesperada-  trastornando nuestras metas del día, la noche o por mucho tiempo.

Y esto ha sido una realidad que, a porfía del mundo natural, desde el principio de la memoria humana intentamos cosmetizarla, moderarla y hasta negarla, tanto en la literatura como en los tratados de conocimiento, cubriendo solo el lado noble de la naturaleza humana; desde la óptica de virtud y el decoro o la falta de estos, y el enfoque racional o estético. Nos hemos valido no solo de innumerables imágenes sino de todo un complejo vocablo de sinonimias para recubrir la desnudez de nuestra pobre condición de sirvientes de nuestros imperativos corporales.

Por  muchos siglos, desde las representaciones artísticas de pintura y esculturas de la antigüedad  hasta el refinamiento que  la pintura como arte alcanzó con los retratistas en el Renacimiento, dotando un realismo pictórico de fidelidad extraordinaria, los nobles, famosos y hombres y mujeres de recursos se hacían retratar desde la cintura hacia arriba o más común aún, desde el tronco hasta el rostro, mostrando –además de los favores de mejoramiento y embellecimiento del pintor  retratista, rostros serios, adustos y augustos, de personas divinas, solemnes que lucían carecer de sistema excretor de flujos y  deyectar regularmente no muy aromáticos desechos intestinales. “Los retratos de reyes y damas no invitan a concebir tan eminentes espíritus ventoseando o haciendo el amor”. En bello francés y sin rodeos Montaigne lo resume así: “Au plus eslevé throne si ne sommes assis que sus nostre cul” (En el trono más elevado del mundo, seguimos sentados sobre nuestras posaderas).  

Abundaba el primer ensayista de la época: “ni los más encumbrados de la historia, ni siquiera los más grandes filósofos han logrado evitar la humillación corporal: “No tenemos más que oponer la imagen de Platón viéndose atacado de una epilepsia o una apoplejía, y seguía diciendo “Y en este supuesto ¿podríamos (exitosamente) desafiarlo a que se ayude con las ricas facultades de su alma?”. O imaginemos que en medio de una reunión sorprende al sabio, reflexivo, Platón la necesidad de peerse”, pues “los aparatos que sirven para descargar el vientre tienen sus propias dilaciones y contracciones con independencia de nuestra opinión, e incluso contra ella.”

Comenta Alain de Botton en “Las consolaciones de la filosofía” que Montaigne comentaba el caso de un hombre que sabía tirarse pedos a voluntad  y en cierta ocasión había organizado una pedorrera  como acompañamiento métrico de un poema, colocando este ejemplo como la necesaria excepción al axioma irrebatible y universal de que “nuestro esfínter es sumamente indiscreto y escandaloso”  Como muestra extrema de este desafuero corporal narraba un trágico caso de un trasero “tan turbulento y rebelde  que tiene a su amo sin aliento, tirándose pedos constantemente y sin redención desde hace cuarenta años, llevándole irremisiblemente así, a la muerte”.

Tanto en aquellos tiempos como ahora, hay personas que reniegan de la incómoda e insultante convivencia con estos receptáculos ventrales. Montaigne comentaba de una aristocrática mujer que vivía en horror constante con su cuerpo por lo repulsivos que le resultaban sus órganos digestivos y por la increíble e inaceptable necesidad de deponer habitualmente fétidas sustancias. No seguimos tan lejos en la actualidad. 

Se atribuye al universal escritor Alejandro Dumas la frase: “No hay Rey o gobernante que al despertar en las mañanas no sienta y vea las miserias corporales que le recuerdan que no es, sino un simple y común mortal”

Las películas, llenas de color, aunque inodoras (no por mucho tiempo, amigo lector, el futuro cercano nos aguarda con novedades  sorprendentes), los libros que nos hacen proyectar imágenes ideales casi siempre desconectadas de algunos de nuestros sentidos, como el tacto recreado o el aroma circunstante, las revistas que nos dan solo el ligero olor a tinta, los jabones fragantes, los enjuagues bucales, champús, desodorantes, ambientadores, neutralizadores,  nos han llevado mucho más lejos en el extrañamiento  o abismo   que ilusoriamente hemos cavado, pretendiendo separar nuestra mente de nuestra orgánica naturaleza, distanciando aquello con lo que pensamos, con el cuerpo en que residimos y nos producimos.

Y ni hablar con nuestra apariencia estética, o nuestros inevitables decaimientos de juventud y atractivo físico, que muchos pretendemos alejar, renegar o disimular a toda costa, asistidos de cirugía y pociones “mágicas” rejuvenecedoras.

Pero la natural sexualidad no se queda atrás, consternándonos y manteniéndonos en perenne pugilato en las disquisiciones mente-cuerpo que hemos cultivado a través de milenios. Tanto la excesiva impulsividad como la falta de ella, son condiciones que devienen independientemente de nuestra voluntad. Montaigne conocía hombres tan agobiados por sus apetitos sexuales que intentaban suprimir su lascivia aplicando compresas de nieve y vinagre a sus testículos aquejados de excesiva actividad. Otros más radicales, pusieron fin a sus tormentos mediante la castración. En cambio, los de escasa potenciación eréctil o viéndose repentina e inesperadamente privados de ella, son presas de pánico y bochorno de su detumescencia, causándoles el temor de que se siga repitiendo la catástrofe e inconscientemente así, propiciándola. Todas estas variables son, al decir del ilustre ensayista francés, resultado de “la rebelde libertad de este miembro, que se entromete tan inoportunamente cuando menos falta nos hace y desfallece tan inesperadamente cuando más lo necesitamos”. Ni siquiera los remedios descubiertos recientemente, como el vaso-dilatador ´viagra´, quizá paliando los decaimientos eréctiles, resuelven o solucionan integralmente algunos otros aspectos de la pre y para-sexualidad o del cortejo, que son tan o más importantes y plenos tanto para el hombre como para la mujer

El curioso filósofo galo, de Montaigne, fue el primero en la historia, que abordó la sexualidad y el sinceramiento en la naturalidad corporal con un nuevo lenguaje íntimo, nada sensacionalista, a fin de mejor sobrellevarlos.  Es el primero que saca las penas y exiguas inconveniencias secretas de la alcoba o de nuestra privacidad, purgándolas de su tradicional ignominia y adentrándonos en la conciliación de nuestras naturalezas intra y extracorpórea o mejor, en el aparente ser que vive en nuestro físico ser, confiriendo valora lo que se vive en secreto, pero rara vez se oía…o se oye: “Cada hombre (o mujer) encierra la forma entera de la condición humana…. y esto se aplica indistintamente a todo el género humano” sigue la cita: “Les Roys et les philosophes fientent, et les dames aussi” (Y cag… los reyes y los filósofos, y las damas también.

El pudor, como corolario cultural de nuestra supuesta superior condición racional de especie, se entromete risiblemente en el entramado de nuestras conductas. El emperador Maximiliano, convencido del conflicto existente entre la condición de realeza y la posesión de un cuerpo, prohibió que le vieran desnudo, en particular de cintura para abajo. En su testamento pidió expresamente que le enterrasen con calzoncillos de lino…”y que aquel que se los pusiere tendría los ojos vendados”.

El resumen de las reflexivas enseñanzas de Montaigne y las recurrencias actuales que nos señala Alain de Botton nos revelan una filosofía de reconciliación: “De nuestras enfermedades, la más salvaje es despreciar nuestro ser”. “En lugar de intentar partirnos en dos -como explica de Botton, “deberíamos cesar de librar una guerra civil contra la perplejidad que nos causa nuestro envoltorio físico y aprender a aceptarlo como un hecho inalterable de nuestra condición, ni tan terrible ni tan humillante”.

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