Santo Domingo: ¿la Atenas de América?
Santo Domingo y Atenas son dos epicentros de la historia y la cultura
Durante los primeros años del Descubrimiento de América, se dio el mestizaje, el cual, guardando las distancias, era similar a la transculturación que dio paso al helenismo griego en los pueblos del Oriente, conquistados por Alejando Magno. Esta mezcla, en la isla de Santo Domingo, no fue solo racial, sino también cultural: el areito con su güiro se fue mezclando con las voces españolas y con los tambores africanos, lo cual resultó, al final, una cultura híbrida e indivisible.
Atenas, majestuosa, interpretada como la lumbrera del mundo antiguo occidental, es todavía un referente cultural en la actualidad. Es de pleno conocimiento que, en el siglo v a.C., Atenas se convirtió en el epicentro de la política democrática, la filosofía, la cultura, el arte y las ciencias.
Santo Domingo, por su parte, era la capital neurálgica de los españoles en América. Fue la primera gran ciudad a la que fueron llevados la fe cristiana, la educación, las artes, las ciencias y el humanismo de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino. Ese humanismo cristiano lo definió Eudoro Rodríguez Albarracín de la siguiente manera: “[…] humanismo teocéntrico (cristocéntrico, más particularmente) que, asumiendo críticamente la filosofía aristotélica, reafirma que lo auténticamente humano, implica, en su realización plena, la presencia y horizonte de lo divino”.
Pericles (líder ateniense) y Nicolás Ovando (gobernador de La Española), ambos líderes de dichas ciudades (Atenas y Santo Domingo) respectivamente, se embarcaron en campañas militares exitosas y en proyectos de edificación, que perduran hoy en día. Atenas y Santo Domingo fueron proyectadas como modelos a seguir durante sus tiempos individuales de influencia. Las murallas de dichas ciudades irradiaban confianza y fortaleza, pero ambas sufrieron saqueos (el rey persa Jerjes saqueó Atenas en 480 a.C. y el pirata inglés Drake saqueó Santo Domingo en 1586) y abandono, lo cual denotaba su vulnerabilidad.
En la capital de La Española se establecieron, en el Nuevo Mundo, las primeras instituciones europeas, con las cuales llegó la modernidad: la Real Audiencia, la Casa de la Moneda, los primeros monasterios y los colegios para instruir a los nativos (recordemos a Enriquillo, cacique taíno que fue educado por los franciscanos y que se rebeló contra los colonos en Santo Domingo), la primera universidad, entre otras.
Además de haber llegado conquistadores abusivos, también arribaron a Santo Domingo religiosos muy capacitados y amantes de las buenas costumbres: Fray Ramón Pané, Antonio Montesinos y Pedro de Córdoba (por mencionar solo algunos). Tales hombres de fe reflejaron el accionar del apóstol Pablo quien, al igual que los otros, al llegar a Atenas (libro de Hechos 17), observó mucha idolatría. Como solución al tema de las estatuas de los dioses griegos (en el caso taíno, los cemíes) empezó el Apóstol a predicar sobre “el Dios no conocido”, con relación a la misma fe que los Reyes Católicos visualizaban para su Colonia.
Esto nos lleva a 1511, a Santo Domingo, donde los dominicos formados en San Esteban y en la Universidad de Salamanca (considerada como la Atenas hispánica) pronunciaron, por vía democrática, la elección de Montesinos para predicar el sermón de Adviento (primera manifestación de los derechos humanos).
En la incipiente ciudad, el arte y la cultura, al igual que en Atenas, florecieron y se hicieron presentes en la arquitectura, las esculturas y la música. En el segundo viaje colombino, los religiosos trajeron consigo esculturas e instrumentos, aunque con el tiempo estas artes fueron menguando, y Santo Domingo cayó en un letargo, en el cual México tomó preponderancia.
El historiador Pedro Borges se refiere a este tema en su obra Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas:
“Durante todo el siglo xvi llegan desde Sevilla a Santo Domingo […] gran número de esculturas, según consta en los Archivos de Protocolos y de Indias. En su mayoría, ardieron, las perdieron o fueron robadas por visitantes indeseables”.
En conclusión, las ciudades cumplen sus ciclos hegemónicos y es deber de sus ciudadanos procurar que se sigan cultivando los valores fundamentales. Tales valores son apoyados por el trabajo, el cual a su vez debe reflejar el fomento de las ciencias, el arte y las buenas costumbres.