Libertad y consenso
La libertad e igualdad son claves en la política
Pocos valores tienen tanto arraigo entre nosotros como la libertad y la igualdad; al menos, desde los procesos revolucionarios de fines del siglo XVIII (o quizá con especial fuerza a partir de ellos), particularmente trascendentales en cuanto a la fijación de las bases sobre las cuales se articularía el “Estado liberal”, primero, y el “Estado constitucional”, después. Es claro, por demás, que sus respectivos contenidos se fueron perfeccionando en la misma medida en que se fueron “afinando” las estructuras institucionales que daban cuerpo a la fórmula de comunidad política que prohijaron las doctrinas liberales.
La libertad, sin embargo, no se entiende solamente en abstracto. De hecho, su trascendencia se capta mejor cuando se atiende a sus diferentes proyecciones o manifestaciones. Una de ellas me interesa comentar: la libertad en clave política, entiéndase, la libre acción, asociación y participación política (no solo, o no necesariamente partidaria). En este ámbito, es evidente que la libertad, para lograr que su “cara política” no resulte contraproducente, reclama algún complemento. No es que pierda protagonismo como valor fundante y fundamental; es que no hace demasiado sentido si ella misma se expresa de distinta manera y con distinto alcance dependiendo del sujeto que la ejerza. De ahí su conexión, natural y fundamental, con la igualdad; de ahí, también (con permiso de Habermas), su co-originalidad y co-fundamentalidad recíproca.
Esto no es una cuestión menor, sobre todo tomando en cuenta que uno de los rasgos principales de las estructuras democráticas (más o menos perfectas) del hemisferio es el desacuerdo multinivel entre hombres y mujeres iguales y libres (cfr. “Desacuerdos políticos intachables”, Ojalá, 6 de enero de 2022, desde: https://ojala.do/anja/desacuerdos-politicos-intachables). Al parecer, estos desacuerdos, que tienden a proyectarse sobre los principales problemas constitucionales de una comunidad política organizada –entre ellos, (i) la concreción, regulación, limitación y armonización de los derechos individuales, y (ii) la extensión de las atribuciones, facultades y capacidades de los poderes públicos—, solo pueden ser combatidos mediante la acción colectiva institucionalizada (en la línea de Waldron). Obviamente, esta última presupone aquella libertad y, por supuesto, aquella igualdad.
He aquí, pues, una forma excesivamente precaria de explicar un presupuesto político elemental: que una comunidad política democráticamente organizada solo existe porque los sujetos son libres e iguales entre sí, tienen las mismas facultades de desarrollar sus proyectos y planes de vida (y ejecutarlos), y pueden participar en pie de igualdad en la adopción y sistematización de las decisiones políticas que les afecten, tanto individual como colectivamente.
Pero esto no lo es todo. Dos sucesos recientes (uno un poco más que el otro) han puesto de relieve que este postulado, así de básico, solo es eficiente si se verifica algo más. En ese sentido, según he podido entender, entre la propuesta de reforma constitucional planteada por el Poder Ejecutivo y el proyecto de ley de protección al honor, intimidad, buen nombre y propia imagen, aprobado en el Senado de la República hace apenas unas semanas –a propuesta de Melania Salvador, representante de Bahoruco por el Partido Revolucionario Moderno, con el voto favorable del oficialismo y parte de la oposición—, hay un denominador común: la falta de consenso. En el primero, de varios grados de consenso: técnico, político, jurídico y, sobre todo, social; en el segundo, fundamentalmente de consenso social, al cual corre en paralelo la ausencia de consenso jurídico, anclado este último en el profundo desacuerdo aun vigente en torno a cuestiones tan sensibles como los márgenes de los derechos fundamentales y su regulación y limitación razonable, eficiente y respetuosa de los estándares constitucionales.
Soslayar la importancia del consenso en cuestiones tan delicadas como la modificación del contenido normativo de la Constitución (propuestas semánticas aparte) y la regulación o limitación de los derechos fundamentales (al margen de las consideraciones ético-políticas que cada uno pueda poseer) tiene un potencial corrosivo enorme; uno que, seguramente, no conviene minusvalorar. Y es que, aunque la libertad y la igualdad tienen –a causa de su fuerza emotiva, o acaso por la refinación conceptual que a día de hoy les caracteriza— un valor y una primacía sustantiva en estas cuestiones, el consenso ostenta en sí mismo un valor y una primacía operativa, que precisamente vehicula o viabiliza aquellos valores y que, en última instancia, tiende a llevar a buen puerto semejantes iniciativas.
Digamos, pues, que el consenso, como valor de efecto y potencial operativo, es a la vez condición y efecto de la democracia, y propicia –precisamente en virtud de ese estatus mixto— la retroalimentación y la reciprocidad entre valores de una importancia capital entre nosotros: la libertad y la igualdad. Si todavía queda alguna duda sobre esta afirmación, que se atienda a la realidad cotidiana. Ella también es buena fuente de información, no solo en cuanto al pulso de la conversación pública, sino también respecto a los impulsos que de ella derivan y que terminan por impactar (a veces de buena forma; otras, no tanto) el ordenamiento jurídico.