La justicia y José Ramón
El juicio a que está abocado puede llevarse a cabo sin necesidad de tenerlo retenido en una cárcel sin haber sido juzgado y condenado, con desprecio a la debida presunción de inocencia.
Hace pocos días leí un bien ponderado artículo del jurista Cristóbal Rodríguez Gómez, publicado en Diario Libre, en el que destaca que el 60% de todos los presos de nuestras cárceles son preventivos. En 2005 esta cifra llegaba al 49% del total. Y era alta.
El doctor Rodríguez Gómez cita el “Informe sobre el Estado de la Reforma Procesal Penal en la República Dominicana”, publicado en 2006, que dice: “No está tan claro que en el contexto actual el ministerio público esté respetando la excepcionalidad en el uso de las medidas y mucho menos claro está que los jueces estén efectuando un control estricto sobre las condiciones para su procedencia”.
Eso se decía 17 años atrás. Ahora puede decirse lo mismo.
El asunto es sencillo. Nadie debe ser privado de su libertad antes de ser sentenciado en juicio oral y contradictorio, con todas las garantías procesales, salvo casos muy especiales por la peligrosidad del acusado.
Cuando lo excepcional se convierte en la norma se corre el riesgo de que la justicia sucumba, descarrilada por quienes tienen la oportunidad de ejercer sus prerrogativas desde un escritorio sin someterse a la responsabilidad de aportar pruebas contrastadas en proceso contradictorio.
Lo anterior se agrava si se da credibilidad a delaciones premiadas que tienden a aliviar el rigor que debe pesar sobre los verdaderos culpables y a condenar en compensación a meros chivos expiatorios.
Que los expedientes sean complejos no es excusa para coartar los derechos de los imputados. En todo caso, es preferible someterlos a restricción domiciliaria o a controles periódicos, en vez de mantenerlos en recintos carcelarios atestados e insanos.
Dentro de ese panorama es alentador observar el respeto con que el poder ejecutivo contempla las ejecutorias del poder judicial. Es uno de sus mayores emblemas.
Dada esa afortunada circunstancia es legítimo preguntarse si nuestro aparato judicial no estará desaprovechando la ventana que se le ha abierto para impulsar su consolidación institucional como órgano independiente.
Y cuestionarse si no estará escondiendo sus limitaciones y carencias mediante el artilugio de aparentar contundencia, a través de la preparación de procesos que no se sostienen en base al espíritu de las leyes y que al llegar a los estrados se caen por inconsistentes.
Ojalá que todo sea consecuencia de la sobrecarga de trabajo que recae sobre fiscales y jueces, pues sería un duro golpe a la ciudadanía si no se cumpliera la expectativa que se tiene de fortalecimiento de ese importante poder del Estado.
En esto hay que poner en lugar aparte y encomiar los esfuerzos meritorios que realizan un puñado de sus miembros, expresar que a pesar de sus buenas intenciones resultan insuficientes, y desear que sean ampliados, intensificados hasta conseguir la meta deseada.
Ahora entro a lo particular.
Me unen estrechos vínculos familiares y de amistad con José Ramón Peralta Fernández, exministro Administrativo de la Presidencia, hoy imputado. Durante sus 8 años de ejercicio público nunca hice alarde de estar próximo a su cercanía. Ahora que atraviesa por un calvario, despojado de su libertad, asomo mi rostro.
He leído el expediente que lo acusa. Es ingrávido. Se me hace muy cuestionable entender que con tan poca contundencia en la acusación el imputado lleve ya varios meses padeciendo la condición de preso preventivo, a sabiendas de que tiene profundo arraigo familiar, comparte valores morales de gran calado y profundidad, no existe riesgo de fuga, y la acusación que lo señala apenas se sostiene en su levedad.
En esas condiciones es difícil de asimilar que la jueza del control del proceso haya incumplido sus obligaciones de imparcialidad, como lo hizo al afectar sus derechos de revisión de la medida de coerción.
El juicio a que está abocado puede llevarse a cabo sin necesidad de tenerlo retenido en una cárcel sin haber sido juzgado y condenado, con desprecio a la debida presunción de inocencia.
La sociedad dominicana aspira a que haya una justicia imparcial, no politizada pero tampoco colocada en manos de fiscales o de jueces que propicien y dicten condenas previas al juicio, motivadas en agendas inescrutables.
Cuando el ideal de imparcialidad se diluye nadie está exento de sufrir una arbitrariedad que arruine su existencia, trátese de un infeliz carente de carga material, de un empresario acaudalado, de un político encumbrado, o de gente común. Y esto constituye un grave peligro para la sociedad.
La justicia solo será independiente y fuerte si mantiene la venda en los ojos y enarbola la vara de lo justo.