Cuando llueve…
La lluvia humedece, con la lengua del viento, la tierra apetente. Su olor, a vulva de bosque o a sexo mineral, alucina tanto como la copla que canta cuando unge de luz los follajes.
La lluvia es ante todo un evento poético. Cada uno la aprecia de forma distinta por sus bondades o misterios, pero el alma dócil la siente como caricia.
Nunca será un episodio rutinario; tampoco cae de forma callada o inadvertida, siempre guarda ese talante insinuado de espectáculo. Fernando Pessoa en su poema “Llueve en silencio…” dice de la lluvia que ella “no hace ruido, sino con sosiego”. Entre tanto, Neruda se pregunta: “¿Por qué razón o sinrazón llora la lluvia su alegría?
Ella suspende el tiempo a su manera y convoca los pensamientos para, como entreacto no anunciado, arrastrarnos a su agonía, esa que se narra en el salto suicida de cada gota sobre los peñascos, cuando hierve en el pavimento o al ver su sangre cristalina correr briosa por los acantilados.
Y es que no existe caída tan melódica como la que moja los techados de zinc: un tañido mitad metálico, mitad sinfónico, que abraza tan fuerte hasta exprimir del alma las añoranzas más escondidas. De esa fuerza evocadora que aviva su canto, Jorge Luis Borges, en su poema “La lluvia”, confiesa que ella “es una cosa que sin duda sucede en el pasado”. Yes que la lluvia no solo trae agua, también memorias. Entre ambas arman un relato de emociones encontradas.
La lluvia salpica de secretos las ventanas, mientras lame su desnudez traslúcida. Recuerdo entonces a Ramón López Velarde: “Lluvia eterna, ¡cómo azotas el cristal de mi ventana! ¡Si parece que tus gotas son el llanto de una pena sobrehumana!”.
Su paso transita por el corredor de nuestras impresiones. Así, nos arrincona en la espera cobijada; nos confirma que hay techo para guarnecernos; nos cita al retozo de piel, al calor compartido, al susurro de deseos entre sábanas tibias.
La lluvia humedece, con la lengua del viento, la tierra apetente. Su olor, a vulva de bosque o a sexo mineral, alucina tanto como la copla que canta cuando unge de luz los follajes.
Cuando llueve se estrechan por instinto las cercanías. Las nostalgias, despavoridas, se anidan en los pliegues del alma; los recuerdos, como insectos, salen de sus escondrijos y vuelan mojados a viejas hogueras.
El olor a lluvia despierta apetitos recogidos: a mesas de café, a chocolate y canela, a té humeante, a rincones de quietud, a confesiones de piel, a miradas de ventanas, al silencio evocativo… a vivir lo vivido...
“Lo extraño es que no solo llueve afuera, otra lluvia enigmática y sin agua nos toma de sorpresa / y de sorpresa llueve en el corazón / llueve en el alma” (Mario Benedetti, Existir todavía).