¡Por otro Congreso!
El deterioro de la imagen del Congreso tocó techo, y no precisamente por su diversidad
Hace unos días visité el recinto de la Suprema Corte de Justicia. No era una hora propicia para encontrar un aparcamiento, de manera que empecé a dar vueltas ociosas en el interior del Centro de los Héroes con la expectativa de hallar algún espacio disponible.
Frente al Congreso Nacional avisté una yipeta que abandonaba el lugar. Apresuré la marcha. Bajé el cristal para advertirle al parqueador que me reservara el turno. Detuve el vehículo a pocos pies de la salida, por lo que pude oír la apresurada plática que se dio entre el conductor y el parqueador.
Como agradecimiento por la propina, el joven le expresó al conductor su buen deseo de que en el futuro llegara a ser un honorable diputado de la República. Antes de girar el guía para direccionar su marcha, el señor le pidió al parqueador que le devolviera la gratuidad porque esa “era una petición que no se le deseaba a nadie”. Para rematar, le reclamó el agravio con esta pregunta: “pero mal parido… ¿y qué mal te he hecho para verme convertido en un maldito diputado?”. Desconcertado por la impensada reacción, el muchacho reparó su aparente falta: “Perdóneme, mi patrón, no quise ofenderle. Que Dios me le bendiga”, rebatió abochornado mientras empuñaba la propina en el bolsillo.
Este no es un relato episódico; se trata de uno de los tantos cuadros de repulsión que en la valoración ciudadana provoca la figura del legislador. Sabemos que en las mediciones de la credibilidad de las instituciones públicas el Congreso aparece como una de las que motiva menos confianza, situada entre los partidos políticos y la Policía Nacional.
El deterioro de la imagen del Congreso tocó techo, y no precisamente por su diversidad -total, de eso se trata la democracia-, sino por las inconductas imputadas a ciertos legisladores -lavado, tráfico de drogas, violencia intrafamiliar, acoso sexual-, por el tipo de actividades que acredita sus carreras, por la poca o ninguna preparación, por la pobre productividad legislativa, por la irrisoria disciplina de trabajo y por la laxitud ética.
Y es que en la llamada “vieja política” -de paso, todavía no conozco “la nueva”- las nominaciones congresuales han quedado simplificadas a tres criterios: dinero, fama y ascendencia política. Así, las elecciones congresuales no son precisamente una escogencia basada en competencias, sino en conveniencias, y de eso saben muy bien los partidos políticos.
Agregar más crítica al Congreso es ya frustratorio. Lo que se quiere es elevar el nivel de la institución en capacidad, decencia y compromiso. El problema es que, con las reservas para las nominaciones y las ofertas de candidatos acaudalados, los partidos políticos hacen pocos esfuerzos para proponer perfiles competitivos. Pero, además, difícilmente les atraigan personas con visiones propias, ya que lo que buscan, más que modelos de liderazgos, son cajas de resonancia a las notas partidarias o a las partituras de los gobiernos, según el caso. De hecho, quienes redactan las leyes son mayoritariamente los asesores del Gobierno, las “fundaciones bancarias”, los gremios empresariales, las agencias de cooperación, los consultores de los organismos internacionales, especialmente de financiamiento. Las leyes redactadas por legisladores tienen su propia “denominación de origen”, cargadas de inconsistencias sintácticas, incoherencias conceptuales, construcciones vagas, oscuras o ambiguas.
Es el momento de actualizar la labor legislativa de la mano de la innovación tecnológica, la educación parlamentaria y la modernización de las visiones institucionales, pero eso no pasará mientras las curules sigan ocupadas por pasantes.
El Congreso precisa de mentes estructuradas que aporten algo más que votos; personas que no solo busquen lavar imágenes, hacer carrera política o agregar estatus a proyectos de realización personal. Un Congreso compensado con lo mejor de la diversidad social: mujeres, jóvenes, académicos, artistas, comunitarios, profesionales, activistas sociales, ambientalistas y otros tantos.
Es el momento de provocar la ruptura y reclamarles a los partidos que se abran a la sociedad para competir con las ofertas mejor ponderadas de las comunidades. Pero también es imperativo derrumbar la cultura antipolítica arraigada en los estamentos altos y medios de la estructura social. Esa necia satanización de la política que la estigmatiza como una actividad inculta y degradada.
Y es que, así como nos cansa el discurso político, aún más la crítica a la política desde el cómodo aseptismo moral, un prejuicio ideológico que fracciona al mundo en buenos/ciudadanos y malos/políticos. Es necesario que los buenos se hagan malos para el bien de buenos y malos. Fuera de la política es difícil elaborar las ingenierías para ordenar y concretar los cambios colectivos. De manera que los ciudadanos deben acercarse a los partidos para que estos interpreten mejor a la sociedad. En esa simbiosis encontraremos las rutas, pero es hora de derrumbar el viejo modelo.