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De Nobel a Oppenheimer: “cuando los físicos conocieron el pecado”

Sea que nos resulte claro o no, la historia de la civilización occidental es, en último término, la historia de la aspiración de la humanidad a lo fáustico

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De Nobel a Oppenheimer: “cuando los físicos conocieron el pecado”

Alfred Nobel, inventor de la dinamita en el siglo XIX, albergaba la sincera esperanza de que sus explosivos acabaran con las guerras. Pero su invento las hizo más mortíferas, más destructivas, más impersonales. Decepcionado y amargamente resentido por la aplicación militar de sus invenciones trató de expiar su culpa. En un gesto propio del Fausto de Goethe, quien “reclamaba tierra al mar”, Nobel empleó la fortuna obtenida, en la dotación de premios internacionales concedidos a progresos científicos benéficos, así como la promoción de la literatura y la paz. Así nacen los Premios Nobel.

En “The Making of the Atomic Bomb” Richard Rhodes explica que Robert Oppenheimer y su equipo, mientras trabajaban en Los Álamos, en el desierto de Nuevo México, diseñando la bomba atómica, se comparaban en forma explícita con Fausto, así como con Prometeo. Algunos de ellos estaban convencidos de que tenían entre manos un misterio de proporciones cósmicas. Más de uno de los miembros de aquel equipo llegó a preguntarse si sus esfuerzos no producirían una ruptura en el tejido mismo de la creación, y si tal vez no los llevaría a enfrentarse cara a cara con Dios. Creían que se estaban aventurando en el terreno religioso o más bien traspasándolo. Cuando una serie de cálculos, por fortunas erróneos, sugirieron que sus investigaciones podían ser capaces de encender, en una reacción en cadena, todo el hidrógeno y nitrógeno de la Tierra, la imponente magnitud del poder con que estaban operando se hizo aterradoramente palpable, hasta el punto de parecer una usurpación a las prerrogativas divinas.

Oppenheimer era un hombre complejo y al igual que Nobel, de profundas convicciones morales.  Se destacaba por su erudición, como gran lector y escritor de poesías. Hablaba con fluidez varias lenguas, entre ellas el griego y el sánscrito. Tenía gran avidez por las religiones comparadas. Tras ser testigo de la primera prueba atómica en la primavera de 1945, consta que manifestó que le vino a la mente de forma espontánea un verso del capítulo 11 del Bhagavad Gita: “Si en el cielo se elevara de pronto la luz de mil soles, tal esplendor sería comparable a la irradiación del Espíritu Supremo.” El capítulo en cuestión evoca una visión de lo numínico, de lo Absoluto, del cual dios Krishna es un avatar. Profundamente conmovido, “temblando de respeto y admiración”, el protagonista humano de la Gita se dirige a la majestad ante la que se haya confrontado: “Cuando veo tu vasta forma que se eleva hasta el cielo, refulgente con muchos colores (…) se me estremece el corazón de terror: mi poder ha desaparecido y con él, mi paz…”. El propio Oppenheimer parece haber percibido algo muy similar.

Aunque aceptó el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima, el segundo lanzamiento, el de Nagasaki, lo dejó profundamente conmocionado. Se dio cuenta que se iniciaba la era de armas de destrucción masiva sin precedentes. Cuando el Laboratorio de Los Álamos, cada vez más dependiente de las autoridades militares, pasó de la fabricación de bomba atómicas a la bomba de hidrógeno, Oppenheimer se sintió atormentado por la angustia y la culpabilidad. Fue cuando “con un sentimiento de amargura - escribió -, que ni la vulgaridad, ni el sentido del humor, ni la exageración pueden extinguir por completo, los físicos hemos conocido el pecado.” (Heisenberg’s War: The Secret History of the German Bomb.” Thomas Powers. Pag.464).

Desde la década de 1920 el físico Werner Heisenberg llegó a la conclusión, desde las ciencias exactas, de que no existe unidad básica en la materia que pueda ser observada con independencia de quienes efectúan la observación. Es decir, el observador es cocreador de lo observado. El medio que eliges determina tu fin, y no al revés, como históricamente hemos creído. Las armas de destrucción masiva no se acaban con más armas de destrucción masiva.

Sea que nos resulte claro o no, la historia de la civilización occidental es, en último término, la historia de la aspiración de la humanidad a lo fáustico. Es el ego y no el amor lo que nos impulsa. El Fausto de Goethe es el arquetipo y avatar supremo del hombre y la mujer occidental. Tal vez, en algún momento, empezaremos a aspirar a la Imitación de Cristo de Tomas Kempis.

 

 

 

Sea que nos resulte claro o no, la historia de la civilización occidental es, en último término, la historia de la aspiración de la humanidad a lo fáustico. Es el ego y no el amor lo que nos impulsa. El Fausto de Goethe es el arquetipo y avatar supremo del hombre y la mujer occidental. Tal vez, en algún momento, empezaremos a aspirar a la Imitación de Cristo de Tomas Kempis.

 

 

 

 

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Nelson Espinal Báez Associate MIT - Harvard Public Disputes Program at Harvard Law School. Presidente Cambridge International Consulting.