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Buscando visa…

La Embajada de los Estados Unidos, sin proponérselo, cuenta con un acervo gráfico tan voluminoso como el de la web Pornhub, que debería merecer un celoso estatus de seguridad nacional.

Todavía me río al recordar la noticia que el pasado lunes reprodujo una nota de la Embajada de Estados Unidos en la que invitaba a los solicitantes de la Visa K-1, de cónyuge o novio, a abstenerse de depositar o “compartir fotografías íntimas de la pareja, ya que este tipo de ‘evidencia’ no es apropiada ni convincente para establecer la prueba de la relación”. Al leerla, fue vano ponerle recato al morbo, sobre todo cuando la imaginación, más presta que la cordura, ya traía una avalancha de imágenes hilarantes.   

La nota aclaratoria hace suponer que estos “documentos” ya constituyen un patrón de prueba en las solicitudes del aludido visado. De ser así, la Embajada de los Estados Unidos, sin proponérselo, cuenta con un acervo gráfico tan voluminoso como el de la web Pornhub, que debería merecer un celoso estatus de seguridad nacional. 

Y es que el dominicano puede ser displicente e informal, pero cuando se habla de visa americana toma muy en serio los cumplidos, hasta perder el más común de los sentidos. Para que falte, mejor que sobre… dirían muchos. 

Recuerdo que en la década de los ochenta fui a solicitar por primera vez visa americana. Entonces había que hacer fila en aquel corredor casi penitenciario que bordeaba la sede consular de la Máximo Gómez esquina César Nicolás Penson.  Todos llevábamos en las manos o bajo las axilas un folder estropeado repleto de documentos y… mentiras. 

En la hilera me precedían seis hombres uniformados. Cargaban equipos musicales de cuerda, viento y cuero. Sus camisas, anchas y por fuera, tenían estampas tropicales combinadas con pantalones color ladrillo. En las afueras, ostensiblemente nerviosos, afinaban con discreción sus instrumentos. Tan pronto pasaron al interior, guardaron los pertrechos. Estaban tensos y adustos como reos camino al tribunal. 

Ya en la ventanilla, el que aparentaba director daba instrucciones confusas a los demás, mientras el cónsul le amonestaba a viva voz recordándole que era él quien dirigía la entrevista. “Señor, señor, yo soy quien hago las preguntas aquí. ¿De acuerdo? Deme los documentos suyos, solo los suyos, por favor”. 

Ligeramente desconcertado, el señor no reparó en replicar: “Es que somos un grupo musical y tenemos presentaciones en Lawrence, Massachusetts”. Comprendiendo la impericia del buen hombre, y sin ánimo de controvertirlo, el oficial consular retomó la calma; entonces, en tono reposado le dijo: “Okey, si son músicos toquen algo”. El rostro se le iluminó de forma distinta a cada uno. Presurosos, desenvainaron sus enseres como acatando una orden castrense. Se agruparon como hormigas frente a la ventanilla. 

“Uno, dos, tres”, marcó el líder, quien apenas creía lo que estaba viviendo. Sonó un merengue típico tan apetitoso como acoplado. El que tocaba el acordeón cantó con las fibras de las venas: Etamo muy contento /aquí en el consulado/ tocando ete merengue/ a un rubio americano/ Venimo a bucai/ con mucha ilusión/ la visa pa viajai/ a esa gran nación/ Epero que nos sigan/ con mucha devoción/ lo muchacho de Manhattan y mi tía, en Nueva Yoi.

El cónsul alzaba las manos como para que concluyeran la prueba, pero el conjunto arreciaba su ritmo hasta arrancar un delirante aplauso de los concurrentes. El primero y más estridente fue el mío. “Tamo visao, coño”, gritó estentóreamente uno de los músicos, como para cerrar la improvisada presentación. 

A pesar de haber advertido que iba a examinar de forma separada los documentos, el funcionario consular pidió los fólderes de todos, actitud interpretada por los músicos como un seguro trámite para aceptar su solicitud. Silencioso y sin inmutarse, se tomó su tiempo burocrático. Los nervios desgarraban la espera. Yo estaba tan expectante como uno de ellos. 

Dirigiéndose al que aparentaba director, el agente preguntó: “Esta carta ¿es la invitación para las fiestas?”, mientras la mostraba. No demoró en contestar: “Sí, señor”. Prosiguió entonces: “Y después que terminen estas presentaciones ¿qué piensan hacer?”. La respuesta salió del fondo de la ignorancia: “Pensamos quedarnos un tiempecito para conseguir unos dolaritos. Usted sabe…”.  Yo, que ya me debía al cuadro emocional del encuentro, sentí un metal filoso en la médula del corazón. Mis pensamientos se aferraron a una sola palabra: “necio”.

“I’m sorry, señores, será en otra ocasión”, despedía el funcionario a los solicitantes al tiempo de ordenar los documentos para su restitución. Como quien recibe un diagnóstico catastrófico, el jefe sujetaba con desgano los expedientes devueltos en tanto reanimaba a los demás con una declaración casi susurrada: “Vámonos, muchachos, que, si no es hoy, será otro día, ¡que siga la fiesta!”. 

El tamborero se quedó congelado a la espera no sé de qué; los demás, silentes y abatidos, avanzaban la retirada. Le toqué la espalda para que me cediera el turno. Se volteó, me miró, y tiró rudamente la tambora al piso. Creí que era un desafiante gesto para pelear, pero no, dirigió una mirada mordiente al cónsul: “Malditos gringos, que se queden con su jodío país, coño, gran vaina”. Recogió la tambora con intencional fastidio. Un agente de la policía lo acompañó hasta la salida. 

El funcionario inició mi entrevista con una pregunta pesada “¿Y usted? ¿Es músico?...”.  l

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Abogado, ensayista, académico, editor.