Más que leyes, ciudadanos
No nos faltan leyes, pero sí una autoridad sometida a su legitimidad y una ciudadanía edificada en su rol.
Una de las actitudes de los Estados débiles es pretender ser fuertes con muchas leyes. Es la idea primaria de que en tanto más leyes, más robusto es el sistema. El resultado es un Estado incapaz de generar respeto al orden, sobre todo cuando la autoridad, como práctica cultural, quebranta su propia legalidad.
La grandeza de una sociedad se revela cuando la institucionalidad que la soporta se construye a partir de la comprensión de los derechos y obligaciones de sus ciudadanos. Así, las leyes de los Estados nórdicos de Europa no son necesariamente las más completas, modernas ni racionales; el Reino Unido no ha precisado de una Constitución escrita para conservar uno de los más viejos órdenes de organización política; son sus sociedades las que determinan esas condiciones en el plano de la convivencia cotidiana. Aspirar a ese estado puede que sea iluso, pero debe ser el plan de ruta del desarrollo democrático.
Henry David Thoreau decía que “la ley nunca hará más libres a los hombres; son estos los que deberían liberar a la ley”. Y es que la ley no podrá lograr lo que no somos capaces de entender ni hacer como ciudadanos; ella define los objetivos, los procesos y las formas, pero no compromete las convicciones para acatarla.
Las sociedades funcionales hacen eficaces y fuertes a las leyes; no al revés. No hay leyes buenas con ciudadanos malos. Recuerdo a Étienne Bonnot de Condillac: “En tiempos de corrupción es cuando más leyes se dan”.
Eso explica el caótico hacinamiento de normas superpuestas, dispersas y contradictorias que deforman nuestro ordenamiento jurídico. No nos faltan leyes, pero sí una autoridad sometida a su legitimidad y una ciudadanía edificada en su rol. Nuestra crisis no es legislativa, es de legalidad; no es normativa, es funcional; no es de instituciones, es de institucionalidad. Con una autoridad responsable, eficiente y controlada, las leyes sobran.
El mejor gobierno no es el que construye o legisla; es el que respeta e impone su propia legalidad. Ahí reside el núcleo de nuestras quiebras. De nada vale construir grandes vías para un tránsito de analfabetas, monumentos sin una memoria que los honre, escuelas sin una docencia de compromiso, gobierno electrónico para una burocracia anacrónica.
Una vez escribí: “Existe un divorcio cada vez más inconciliable entre la sociedad formal y la real. Tenemos tanta riqueza en teorías como pobreza en realidades. Sin una ciudadanía responsable que participe, exija, proponga y construya no habrá forma de encontrar rumbos. Pero su apatía inhibe, resta y anula. Esa inapetencia o inconciencia es la socia de nuestra mayor desgracia. Y me refiero a lo que podemos hacer en el espacio que nos ha tocado vivir. Por lo menos entender que hay necesidades y soluciones colectivas que no resisten respuestas individuales. Que participar dejó de ser elección y hoy es obligación. ¿Qué son las leyes en una sociedad sin ciudadanos? Letras apiladas para excusar el desorden o una forma de acallar, con apariencias formales, nuestras deserciones colectivas”.
El estadista inglés Benjamín Disraeli escribía: “Cuando los hombres son puros, las leyes son inútiles; cuando son corruptos, se rompen”. Vale cumplir las que tenemos para darnos cuenta de que no las necesitamos, porque, como apuntaba Descartes: “La multitud de leyes frecuentemente presta excusas a los vicios”. Nuestros déficits son humanos. Más que leyes, necesitamos mejores ciudadanos…
No nos faltan leyes, pero sí una autoridad sometida a su legitimidad y una ciudadanía edificada en su rol. Nuestra crisis no es legislativa, es de legalidad; no es normativa, es funcional; no es de instituciones, es de institucionalidad.