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El Conde de los noventas

De calle bulliciosa a zona peatonal

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El Conde de los noventas
Aventuras y desventuras en El Conde. (FUENTE EXTERNA)

Uno va al Conde y se acuerda cuando la calle no era peatonal. Ahora puedes tomar un café en la esquina o seguir de largo hasta llegar al Parque Colón. Pero en aquella época todo era algo diferente. Había que ver el maremágnum de carros que se atestaba en una calle que parecía muy estrecha para aguantar tanto.

Vimos cómo se remozó la Puerta del Conde hará unos años, y también hemos visto cómo se hacen y se hicieron (en dos tiempos, véase), los trabajos en los edificios que están justamente frente al Parque Colón (en el Palacio Consistorial), que es justo indicarlo es el mismo parque que vio la entrada de Francis Drake en 1586 (para que saliera hubo que entregarle 10,000 ducados de oro), el mismo que ha visto a mucha gente entrar y salir de nuestra Catedral Primada.

Cerca de ese sitio se puede tomar un poco hacia el Sur para ir a parar a un Malecón que espera nuevas fiestas. Esperamos un esquema que tenga en cuenta el mar y la disponibilidad de la gente a pasar un buen rato, no solo a ejercitarse o a mirar al horizonte con un vasito con ron (algo que también favorecemos), sino algo mas allá. Está claro que el Conde esconde muchas gestas históricas: la zona colonial fue donde todo se dio en tiempos coloniales. Con los años, pasaríamos a una ciudad que se fue expandiendo como un río que busca nuevos caminos hacia donde esparcir sus aguas.

Quien esto escribe vivió una experiencia interesante en el Conde como prueba de que donde quiera se cuecen habas: en nuestra zona colonial, y uno se pregunta si en La Habana o en Puerto Rico se da el mismo modus operandi, un asaltante nos quiso robar cincuenta dólares a unos amigos. Con cierto grado de valor, tuvimos que ir en los inicios de los noventas con un arma en mano de un capitán de la policía para que el ladrón no los devolviera.

Casi siempre uno piensa que está alejado de todo tipo de problemas, pero ese día nuestro amigo L. G. había ido a nuestra casa en Bella Vista con la información en la mano: había intentado cambiar los famosos cincuenta dólares. No recuerdo a cómo estaría entonces el cambio, pero no lo pudo hacer porque el cambista había salido corriendo con el dinero que entonces, para unos jóvenes como nosotros, era una fortuna que, en alguno de los cines, garantizaría una noche con Sharon Stone, aunque creo que esta actriz es de un poco más adelante.

El robo del dinero nos había enseñado que donde quiera se cueces habas: un primo llamó por teléfono a un cuñado policía quien se reportó de manera inmediata. Entró a nuestro cuartel musical –habríamos estado oyendo a Hold Me Now de Thompson Twins–, y nos dijo que podía ir con nosotros a la escena de los hechos para que el dinero fuera devuelto. Procedimos a hacerle caso y nos vestimos de la manera más proclive a la acción, a sabiendas que podríamos tener que correr incluso pelear con un tipo capaz de cualquier cosa.

Había que entender que el Conde ya tenía varios años de ser peatonal y la multitud iba allí a cambiar dólares, pero lo último que pensaría cualquiera es que te quisieran quitar el dinero a plena luz del día –serían las once de la mañana cuando fuimos. Nos apersonamos al sitio con el arma en la mano del capitán de la policía o la guardia –estos términos no son sinónimos, pero no he verificado a cuál institución pertenencia nuestro Clark Kent–, y nos dimos cuenta de lo surreal que ocurriría. Es justo que se comprenda: el militar cuñado del primo le dio tremenda bofetada a mano abierta al delincuente que sí atinó a buscar el dinero, lo que nos resultó efectivo.

Ver esa galleta en el Conde se parece a las historias que pueden sacar de la faltriquera algunos capitalinos que hablen de líos que se produjeron en alguna que otra discoteca: Neón, Tops, Stingfellow, etcétera. Pero pudimos darnos cuenta del problema mayúsculo que era haber usado esa manera policial o típica de la guardia, algo que vemos a cada rato en alguno que otro evento multitudinario donde no solo galletas se dan sino que se tiran gases lacrimógenos.

Aclaro de entrada que estoy en desacuerdo con cualquier tipo de violencia y hay que estar vivos para ver de todo y participar de testigo de ello. En esa misma mañana todo se diluyó y rescatados los cincuenta dólares, no sabíamos lo que haríamos porque de seguro que el militar, luego de recuperar el dinero, nos diría que podíamos irnos a nuestra casa donde esperaba la 9na sinfonía de Beethoven y un More Than Words que hacía estragos en los charts y en VH1.

La lección que obtuvimos era que el Conde podía albergar todo tipo de maleantes, algo que no solo el Conde más modernamente tiene, sino que se puede ver en cualquier punto de la ciudad. Para este texto, aclaramos que no somos paranoicos y no estamos en la línea de aquellos que ponen muchas cámaras para grabar cualquier movimiento en el parqueo de sus propiedades. De alguna manera podemos decir que hay otra lección: en la época colonial a la que nos hemos referido más arriba, debió haber delincuencia, un asunto que se ve desde tiempos bíblicos.

Las crónicas históricas nos han enseñado que hubo en su tiempo un montón de personajes que tenían como propósito hacerle la guerra al español en los mares de América, y es larga la crónica de piratas y corsarios que hacían corso en el Nuevo Mundo, con todo el apoyo de sus reyes. Tal fue el caso de Oliverio Cromwell cuando envió a Penn y a Venables que como se sabe no pudieron tomar la isla por un asunto de temor o de cangrejos (las posturas históricas sobre este hecho difieren pero entendemos que el libro de Bernardo Vega lo aclara todo).

Acaso en nuestra aventura en el Conde se puede resumir toda una larga historia colonial de enfrentamientos y defensas del territorio y de las posesiones, algo que si vamos a ver también vivieron los indios taínos que fueron despojados con el uso de la violencia, de sus territorios y de sus pertenencias y oro (no se pudo pagar el tributo impuesto). Hoy el Conde está en el mismo sitio y podemos decir que no hay delincuencia, al tiempo que aseguramos que los trabajos que se han hecho han logrado darle un esplendor que demanda el turismo.

Aseguramos que los trabajos se han hecho bien porque no hay de otra manera, pero tampoco es que tengamos adoquines como en Puerto Rico, aunque allá vamos. Es notorio que estemos seguros de una ciudad segura porque asuntos como los narrados más arriba no se dan casi y son excepciones históricas.

Hubo un tiempo, como hemos narrado, en que la zona colonial albergó no solo delincuentes sino procesos verdaderamente peligrosos y otros que nos representaron la libertad que hoy atesoramos. El lugar es patrimonio de todos en un tiempo en que todos tenemos que entender que no solo está ahí para ir una vez cada seis meses, sino para aumentar la frecuencia y perderse, ahora con todo seguro, entre restaurantes, discotecas y sitios históricos.

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El autor es mercadólogo, escritor y melómano nacido en 1974.  

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