Todos los ríos que vio Las Casas
Historias acuáticas de la República Dominicana
En las vivencias dominicanas, hay una frase que es incomparable con otras y que ejemplifica un proceso que no se da todos los días: “soltaron la presa”. Cuando esta frase se dice, se espera que el que la diga tenga todas las fuentes en sus manos. Por lo general, se ha dado el caso en esas poblaciones que quedan en el trayecto de los grandes ríos que conducen a grandes presas: la de Tavera, por ejemplo.
Cuando se dice esta frase viene incluido todo un sentimiento de urgencia: las poblaciones que quedan río abajo tienen que tener cuidado. Al normal caudal de los ríos, viene a sumarse todo el “río” que desata la presa. Medido en metros cúbicos, es mucha el agua que se desagua. Los técnicos saben muy bien que esto es peligroso, y en el caso de que ocurra, suele correrse la voz: la población se asusta y se encomienda a la divina Providencia.
Un detalle interesante que tiene que ver con el mar y los huracanes. Cuenta la historia (la historia de Bartolomé de Las Casas), que hacia 1502, la flota de Ovando que tenía 20 naves, naufragó con todo lo que tenía: mucho oro, entre ello la pepita más grande que pudo encontrarse por aquellos tiempos. Algunos calculan que hay más de 500 viejos barcos españoles y de otras nacionalidades en las costas de la isla de Santo Domingo.
Cuenta el mismo Las Casas (el sacerdote Pedro Mártir Anglería tiene una historia publicada en 1504, Décadas del Nuevo Mundo), que ante la ocurrencia del huracán, Colón sí pudo guarecerse en una bahía, salvando tres carabelas. En un texto de un escritor dominicano, se recuerda la frase “Los diez mil ríos que vio Las Casas”: está claro que es una exageración, una hipérbole que busca la exaltación con fines literarios. Como se sabe también, Las Casas, el cronista de Indias y protector de los indios, luego se fue a Chiapas y tuvo una vida agitadísima que cuenta muchos viajes y una larga labor misionera.
Los ríos que se desatan en tiempos de huracanes, aumentando su nivel, son muchos. En el caso de lo ocurrido en Santo Domingo, es notorio que el drenaje pluvial –la falta de–, sea el causante de las inundaciones que acabamos de ver. Sin embargo, puede decirse que el Río Isabela –para solo citar uno–, aumenta su caudal con las grandes lluvias. Lo mismo ocurre con otros ríos dominicanos.
Es notable lo que dicen los expertos: cuando llueve mucho, las presas se atiborran de agua. Los ríos crecen y las poblaciones de su rivera caen en perjuicio: pronto serán inundadas. A los dominicanos no les es tan fácil como se cree salir de sus casas para ver los ríos crecidos, un deporte peligroso. Es tanto así que en las poblaciones que tienen puentes considerables, el personal de la Cruz Roja y de la Defensa Civil, acompañados de los Bomberos, tienden a ir a esos lugares donde la gente no solo mira, sino que se baña, desafiando todo peligro, arriesgando su vida. Los personajes que podemos ver en estas prácticas en plena lluvia están mal informados: no saben el peligro que corren. Algo parecido podría decirse de aquellos habitantes capitalinos que salen a las calles en tiempos de lluvia, algo que se podía hacer hace unos cuantos años. Hoy no se puede o no se debe, como demostraron los últimos derrumbes. Pueden caer árboles en cada esquina, arrastrando tendido eléctrico, causando peligro para aquellos que transitan no importa que sea en las más altas yipetas.
No solo Las Casas sino los españoles de la conquista pudieron vivir los intensos huracanes. En algunas descripciones, se nota que la exuberancia del paisaje caribeño, tal y como está descrita en los primeros cronistas, de seguro movió a la impresión de aquellos hombres que habían venido a América en busca de aventuras, algo que también ocurrió en los siglos posteriores al desembarco de los primeros españoles. Hay crónicas donde está clarísimo cómo están impresionados por el paisaje americano y los ríos no fueron la excepción, las montañas también, así como las villas y los valles que eran comparados con los españoles. La ocurrencia de temporales como los que hemos vivido en los últimos años, era algo común en la época colonial como queda registrado en las crónicas de numerosos testigos.
Muchos viajeros vinieron a la isla en toda su historia. Sin embargo, el inventario de ríos no se haría sino hasta estos días. Podemos decir que el peligro de ver los ríos desbordados se da con las intensas lluvias y podemos decir que la fecha está ahí: sabemos cuándo comienza la temporada ciclónica. Por su lado, el Indrhi cataloga los ríos y nos da los datos: tenemos 97 ríos que dan al mar, 556 afluentes de los anteriormente mencionados, y 1197 afluentes terciarios.
Las naves de la flota de Ovando fueron atacadas por un ciclón: no imaginamos una nave de este tipo en el huracán David en pleno malecón: las hubiera convertido en una marioneta. Lo que sí sabemos es cómo están construidas estas naves coloniales porque al país han venido réplicas de estas naves y las hemos visto en el puerto de Puerto Plata y en Santo Domingo hace ya algunos años.
Lo que sí está claro es que el COE tiene un inventario claro de los ríos dominicanos y su época de crecida: los planes de contingencia y de emergencia son puestos a funcionar en temporada ciclónica o cuando cuando ocurren numerosas precipitaciones. En lugares de alta pluviometría vemos que es más importante. Tenemos los datos recientes de una crecida del rio Fula en Bonao con la repetida situación de gente que se bañaba en sus aguas desafiando todo peligro. Esta es una región de alta pluviometría como hemos constatado.
En algunos lugares específicos de la geografía nacional, los hidrobiólogos pueden ver muchos acuíferos. Estos marchan –para personificarlos–, y dan a parar a grandes ríos que sí vio Bartolomé de Las Casas: el Yaque del Norte es uno de ellos.
Es interesante ver como algunos ríos, en épocas de lluvia adquieren un caudal considerable, cuando en épocas de sequía, se mostraban solo acogedores de muchas piedras. En este caso, podemos decir que es una inundación ocasional como ocurre con el Yuna, que no es sino –en una parte de su trayectoria–, un amasijo de piedras.
Los estudiosos de las cosas dominicanas, que son cada vez más, se han dado cuenta de un libro interesante que describe Idea del Valor de la Isla Española publicado en el distante 1785 (me refiero al de Antonio Sánchez Valverde). En este libro se hace una relación de los dotes que tiene el país en términos de sus versatilidades terrestres. Los ríos que vio Las Casas no han desaparecido del todo, pero otros sí se han secado. Ha sido un proceso de siglos que espera la mano del técnico: en muchos casos, pueden detectarse antiguos cauces de ríos que ya no existen.
Los viajeros que han venido al país se han dado cuenta de la riqueza de la isla y una de estas riquezas, en sentido particular, lo constituyen los sembradíos que requieren agua de riego para sobrevivir. Una dilatada red de canales de riego vino a constituirse en un añadido al crecimiento económico y a la evolución de la sociedad dominicana. Sin canales de riego, las cosas son más difíciles. Debemos sembrar y el agua no siempre llega a donde tiene que llegar, por esta razón puede hablarse también de una “revolución acuática” en el siglo XX.
El escritor que habló de los 10,000 ríos no se enteraba de las crónicas de Las Casas, pero sí tenía claro que fueron muchos los ríos que este vio cuando hizo su inspección profunda. Los historiadores modernos nos hablan de la evolución de algunos sembradíos y nos han dado muestras de una cartografía que nos permite saber cuáles son las áreas de mayor riqueza acuífera. En el caso de los desastres que cada año tenemos, es necesario entender que siempre ocurrirán –en materia de ciclones–, porque estos, ni con el conjuro de los taínos, ni con la Inteligencia Artificial, pueden detenerse.