Gorbachov, dos vocablos y un destino
La perestroika fue su mayor legado
En 1917, con la llamada Revolución de Octubre que, como sabemos, ocurrió en noviembre, se inicia la nueva historia de Rusia, el país más extenso del planeta. La prédica, la astucia y las garras políticas de Vladímir Ilich Uliánov, se unieron a la brillantez intelectual y a la capacidad estratégica de Liev Davidovich Bronstein para alcanzar el poder. El primero fue conocido como Lenin. El segundo era llamado Trotski. Los revolucionarios arman entre ellos una gresca severa y Lenin, con su propuesta del centralismo democrático, conforma el poderoso grupo de los bolcheviques. Mientras que Yuli Mártov, que le era adverso, comanda otro grupo, con menor cantidad de miembros, que se conocieron como los mencheviques. La división se plantó desde el principio.
No es sino hasta cinco años después que se crea la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), el 30 de diciembre de 1922, la cual se disolverá sesenta y nueve años más tarde, el 25 de diciembre de 1991. Durante ese periodo de casi siete décadas, la URSS tendría once jefes de estado. El primero fue Lenin, de 1917 a 1924, pero en sus últimos años de vida, a causa de su gravedad cerebral (algunos aseguran que fue sífilis) tuvo que abandonar el mando y dejarlo en manos de Mijaíl Kalinin, cofundador de la URSS, quien permaneció en su posición durante casi veinte años, hasta que tuvo que cederlo a Iósif Stalin que, primero asumió la secretaría general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), para luego en 1941 pasar a presidir el consejo de ministros y, por tanto, a ser el jefe del estado, gobernando durante 31 años, hasta 1953. Lenin moriría en 1924.
A Stalin lo sustituyó su confidente Georgy Malenkov, aunque ya Nikita Jrushchov fungía como secretario general desde 1948 y ascendería como presidente del consejo de ministros en el mismo 1953, destronando rápidamente a Malenkov. Nikita es quien denuncia los crímenes y las purgas de Stalin, hasta que es destituido en 1964 y enviado a una dacha en las afueras de Moscú, degradado en todas sus funciones, donde murió en 1971 de un infarto al miocardio. Lo sucedió Leonid Brézhnev, quien permanecerá hasta 1982 (ya se había modificado el título del alto cargo para denominarse presidente del presídium del Soviet Supremo de la URSS). En 1982 asciende Yuri Andrópov, quien solo permanece 15 meses, hasta 1984, cuando una combinación de varias enfermedades, la más grave la diabetes, lo lleva pronto a la tumba. Lo sustituye Konstantin Chernenko, quien también muere un año después de una cirrosis hepática. Es cuando llega la oportunidad de Mijaíl Gorbachov, quien primero es seleccionado secretario general del PCUS, luego, tres años más tarde, presidente del soviet supremo, y en 1990 se llamará por primera vez presidente de la Unión Soviética. [Hubo otros dos jefes de estado soviéticos, Vasili Kuznetsov, que ejerció el cargo en tres periodos por breve tiempo. Lo llamaban para asumir el interinato en lo que se escogía un nuevo capataz. Y Guennadi Yanáyev, que ocupó el puesto de facto cuando el intento de golpe de estado contra Gorbachov.]
Gorbachov había iniciado, en abril de 1985, a poco de su ascenso, el proceso de reestructuración y apertura que se conocería luego como perestroika y glásnost, que buscaba superar el estancamiento de la URSS, presentando iniciativas de progreso y desarrollo, contemplando igualmente el respeto a la dignidad personal y el renacimiento de los principios del centralismo democrático en el manejo de la economía nacional. La perestroika significaba, un cambio firme hacia los métodos científicos, un desarrollo prioritario de la esfera social, una preocupación incesante por la riqueza espiritual y cultural de aquella sociedad, y un plan de eliminación de las deformaciones de la ética socialista. En la práctica, la URSS no había podido lograr, en casi setenta años de revolución, igualarse y mucho menos superar a las economías de Estados Unidos, Alemania y Japón. Se hacía necesario superar los hipnotismos del dogma, las tantas prohibiciones que provocaban serios daños en la vida soviética, y crear una nueva línea ideológica que sepultara los efectos producidos durante décadas por el sistema reinante. Escribía entonces Gorbachov que en la URSS existía “una imagen castrada del socialismo”, y manifestaba su convencimiento de que muchas dificultades de la vida soviética se hubiesen superado si la democracia se hubiese constituido allí en un proceso libre de trabas.
Gorbachov era ambicioso, en medio de una sociedad cerrada y dirigida desde los altos cargos en todas sus esferas. La perestroika permitiría entonces realizaciones no habituales en la sociedad soviética, como elecciones para candidatos de distritos, inversión extranjera, autofinanciamiento empresarial y una prensa libre que fuese, decía, “más incisiva, que critique los tabúes y que publique una rica variedad de opiniones”.
Esa apertura (glásnost) revelaba a Gorbachov como un líder diferente, visionario, pragmático, valiente. “El pueblo soviético -afirmaba entonces- está convencido de que como resultado de la perestroika y la democratización, el país se volverá más rico y fuerte. La vida será mejor. Hay y habrá dificultades, algunas considerables, en el camino de la perestroika, y no lo ocultamos. Pero, las venceremos”.
La perestroika no era una simple frase, ni un enunciado propagandístico. Abarcaba todo un programa de acción que funcionaba tanto en el aspecto cultural -artes, literatura-, como en el ejercicio periodístico abierto, en la economía, la contabilidad y la política; establecía pautas para el reordenamiento administrativo y abarcaba las áreas de la agricultura, la salud, la ciencia, la tecnología, hasta la religión. Pero, muy fundamentalmente, comprendía el grave tema de los derechos humanos. (“Estamos ocupándonos especialmente de consolidar las garantías a los derechos y libertades del pueblo soviético”). Ni en Rusia, ni en pleno Occidente, aquello podía parecer cierto. Empero, cada día, Gorbachov avanzaba un poco más. Sabía que debía actuar rápido para evitar que los “duros” del PCUS le cambiaran las fichas. Corría riesgos. La reestructuración del sistema económico y la apertura hacia una sociedad abierta, no la entendían ni los rusos ni los dirigentes y habitantes de las otras 14 repúblicas que formaban la URSS. Y mucho menos, Estados Unidos, Europa y Asia. Gorbachov se quejaba: “Los periódicos y la televisión de Occidente continúan barridos por oleajes de mala voluntad hacia mi país…nos exigen que nos democraticemos, olvidando algunas incongruencias de nuestro sistema.” Por el otro lado, algunos países socialistas mostraban interés en la reestructuración soviética. Poco a poco, la mayoría de ellos cambiarían de sistema. La perestroika ganaba adeptos: “Queremos un mundo libre de guerras, sin carreras armamentistas, armas nucleares y violencia, no solamente porque sea una condición óptima para nuestro desarrollo interno, sino porque, objetivamente, es un requisito global que proviene de las realidades actuales”.
Gorbachov basaba el contenido de sus vocablos mágicos en el hecho de estar viviendo “una situación absurda”, debido a los déficit que arrastraba la URSS: con el acero, con la producción de granos, con la alimentación de sus habitantes, con la deficiencia en los servicios de salud, con el mal uso de los logros científicos para las necesidades económicas “y muchos de los artefactos domésticos soviéticos son de mala calidad”. Recordamos a Juan Bosch que, para esos tiempos, declaraba que un sistema que en setenta años no había podido producir un buen televisor o una buena estufa, estaba condenado a desaparecer.
Las ideas de Gorbachov estaban ya prendidas en las solapas de dirigentes y miembros de la sociedad soviética. Las repúblicas de la URSS aceleraron su proceso de independización y el 8 de febrero de 1991, sin conocimiento del líder que descansaba en su dacha, abrumado de las contradicciones que originó la glásnost y la perestroika, recibió una llamada del presidente ruso Boris Yeltsin, quien junto al primer presidente de Ucrania tras su separación de la URSS, Leonid Kravchuk, y el presidente bielorruso Stanislav Shuskiévich, le anunciaron que habían decidido cerrar para siempre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El homo sovieticus había llegado a su fin.
Fue un golpe contra Gorbachov el que eliminó a la URSS. Y una traición a sus objetivos y a sus planes. Los tres presidentes estaban en un pabellón de caza, mientras se refrescaban en un jacuzzi y tomaban toneladas de buen vodka, cuando decidieron abortar los planes de Gorbachov y tomar ellos por cuenta propia la decisión de clausurar la URSS. Yeltsin abandonó el cargo en 1999, cuando el siglo moría, dejándolo en manos de su asistente y sucesor, Vladímir Putin, hasta el día de hoy. Gorbachov acaba de morir, aislado y olvidado como Jruschev, justo en el centenario de fundación de la URSS. Sin duda alguna fue un vencedor triste. Lo había decidido cuando al ser escogido para la regencia de la URSS, habría dicho a su esposa Raísa que para hacer los cambios que su patria necesitaba, debía aceptar el mando que se le ofrecía. Y cumplió.
- PERESTROIKA
Mijail Gorbachov, Editorial Oveja Negra, 1987, 252 págs. El autor lo subtituló “Nuevo pensamiento para mi país y el mundo”. Libro clave para entender las ideas de Gorbachov.
- BORIS YELTSIN DE BOLCHEVIQUE A DEMÓCRATA
John Morrison, Editorial Norma, 1991, 448 págs. Una carrera política discutible. Yeltsin fue el verdadero ejecutor de la disolución de la URSS.
- SEIS AÑOS QUE CAMBIARON EL MUNDO 1985-1991
Hélene Carrére D’Encausse, Ariel, 2016, 378 págs. Narración de la caída del imperio soviético. Un Estado todopoderoso que se creía eterno e inquebrantable.
- EL FIN DEL ‘HOMO SOVIETICUS’
Svetlana Aleksiévich, Acantilado, 2015, 643 págs. El “homo sovieticus”, desapareció con la implosión de la URSS. La crónica de la ucraniana, ganadora del Nobel de Literatura.
- LOS GANGSTERS DE STALIN
León Trotsky, Espuela de Plata, 2020, 183 págs. Tres meses antes de que Mercader lograra asesinarlo, la casa de Trotsky en Coyoacán fue asaltada. Este fue su alegato.